Desde Tucídides, Maquiavelo y Hobbes, los teóricos del realismo y neorrealismo político en las relaciones internacionales afirman que el ser humano tiene vocación por el conflicto, por lo que debe ordenarse la convivencia entre los pueblos a partir del equilibrio del poder. Desde una óptica pesimista, sostienen que los Estados se ven obligados a diseñar políticas de seguridad sustentadas en una constante preparación para la guerra. Dichas voces, que han sido dominantes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, conviven con otras que aprecian la habilidad de las personas y los pueblos para convivir en paz, con base en valores comunes y la vigencia del Derecho Internacional. Esta visión, propia de liberales y neoliberales, se sustenta en el ensayo de Immanuel Kant “La paz perpetua” (1795), según el cual con el tiempo será posible acabar con la guerra.
La citada doble perspectiva existe hoy en la Organización de Naciones Unidas, la cual busca conciliar paz con guerra, cooperación con conflicto y seguridad militar con aquella multidimensional y sostenible. Se trata de una fórmula institucional compleja, puesta a prueba en la Guerra Fría con cierta dosis de éxito y que, ahora, pasa por periodos de tensión debidos al deterioro de los consensos políticos fundacionales del sistema multilateral. En las actuales condiciones, cuando el unilateralismo gana terreno a escala global, renace el debate sobre la habilidad de las dos cosmovisiones aludidas para contener la violencia y ofrecer oportunidades para todos. No es algo nuevo. Así ocurrió en el periodo entreguerras, cuando el liberalismo pareció triunfar luego de que Francia y Estados Unidos suscribieron el Pacto Briand-Kellog (1928), de abolición de la guerra de agresión como medio para la solución de controversias. Dicho instrumento, al que se sumaron varios países, fue posible porque aún estaba cerca el trágico recuerdo de la Primera Guerra Mundial. En todo caso, aunque ese Pacto no pudo evitar la siguiente gran conflagración, el arreglo posbélico avaló que las instituciones internacionales tienen capacidad para fomentar la cooperación entre los Estados y que la paz, más allá de tesis de poder y guerra (realismo y neo), prospera ahí donde hay democracia, libre comercio, orden jurídico y respeto a los Derechos Humanos (liberalismo y neo).
Desafortunadamente, este último criterio conlleva algo de utopía ya que, a la fecha, ningún régimen político y tampoco el sistema multilateral, han logrado asegurar tales condiciones, no obstante que ambos las invocan como fuente de su respectiva legitimidad. Más bien, todo indica que los postulados realistas son los que, en terreno fértil, avanzan los intereses de las potencias, que no escatiman recursos para someter a otros países y socavar la legitimidad de un arreglo mundial interdependiente, que aspira a la virtud, la justicia y la observancia de la ley. Desmantelar a la ONU a nadie beneficia; de ahí la urgencia de que el debate entre realistas, neorrealistas, liberales y neoliberales, se canalice de forma positiva. De no ser así y parafraseando a Ghandi, los poderosos seguirán estrechando manos con los puños cerrados. Y eso resulta intolerable.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.