A mi gran e incansable compañera de viaje Susana,
La Firu, en su sesenta aniversario
Sin duda nuestra mejor agrupación musical desde hace varios años, en un número pasado me referí a cómo el actual titular de la Orquesta Sinfónica de Minería, Carlos Miguel Prieto, se ha distinguido no sólo por mantener la calidad de la misma en todas sus secciones, sino además por diseñar programas atractivos y novedosos, exigidos y exigentes. El quinto de su actual temporada de verano no ha sido la excepción, nada más y nada menos que con la Tercera Sinfonía en re menor, de Gustav Mahler (Kaliste, 1860-Viena, 1911), obra que por su magnificencia y su duración ––la más extensa de su autor, en seis movimientos que suman hora y media–– dificilmente permite la inclusión de ninguna otra pieza. Por lo mismo, el egregado aquí de ese hermoso divertimento que es el breve Concierto para corno y orquesta num. 1 en re mayor, K. 412, de Mozart, me ha parecido innecesario y hasta injusto para con su autor y el extraordinario solista invitado David Cooper, con todo y teatralidad incluida.
Como los grandes, un músico adelantado a su tiempo y esencial para entender el curso de la música de concierto del siglo XX, mi entrada definitiva a la cofradía mahleriana se dio con esta monumental Tercena Sinfonía, compuesta entre 1892 y 1896, aunque estrenada hasta 1902 en Krefeld, bajo la dirección del propio compositor. Mi querido amigo Luis Eduardo Reyes Cortés me la regaló para un cumpleaños, a finales de la década de los ochenta, ya en CD, en la que hasta la fecha sigue siendo una de las ediciones discográficas referenciales de esta maravillosa obra, la de Bernard Haitink con la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam, de 1966, dentro del ciclo integral grabado por el célebre director holandés con la institución a la que estuvo vinculado por cinco lustros. Entre otras versiones más de culto de tamaña gran partitura, lo hecho por el igualmente finado Claudio Abbado con la Orquesta del Festival de Lucerna, en video, resulta no menos ilustrativa para entender mejor el curso programático de esta maravillosa obra sinfónica sin par.
La extraordinaria version que ahora hemos podido disfrutar nos ha permitido reconocer esa “búsqueda del Todo” ––en la línea de su admirado modelo wagneriano–– que Mahler se propuso tras su concepción y su escritura magistrales, conforme consigue describir sin cortapisas el paisaje sonoro de la naturaleza, la esencia de la vida y la indagación del sentido de la existencia en medio del caos. El primer movimiento, con su poderosa y extensa introducción, sugiere un despertar, como si la tierra misma contara los latidos de un corazón ancestral, de ahí que haya pensado en llamarlo “Pan despierta. Ha llegado el verano”. De ahí van emanando, a borbotones, un torrente de filigranas orquestales, en un todo programático, llevándonos a comprender que el caos primordial no es más que el inicio de un viaje a través de la existencia, que es movimiento continuo entre la luz y la oscuridad. Tras los textos de la colección lírica “Des Knaben Wunderhorn” de Clemens Brentano y Achim von Arnim, que en realidad sirvieron de fuente literaria para las tres citadas sinfonías, tambien se reconocen aquí sus detenidas lecturas, entre otras, de Schopenhauer y Nietzsche (La gaya ciencia).
En este contexto, el segundo movimiento, como devenir de un maremagnum telúrico, está marcado por la ligereza de un vals a manera de respiro, pues simboliza la vegetación que es vida y remanso. Aquí el compositor parece guiarnos hacia la ligereza de la infancia que es descubrimiento y hallazgo, la inocencia que se enfrenta a la vorágine del mundo adulto. Sin embargo, incluso en esta sección aparentemente despreocupada, hay un eco de melancolía, un recordatorio de que en la alegría siempre hay un atisbo de tristeza, una constante dualidad que define nuestra experiencia existencial que desde su origen se debate entre Eros y Thanatos, vida y muerte, amor y abandono. En ese ciclo que es la vida, el tercero da entrada y presencia a los animales ajenos a la maldad y la destrucción más allá del instinto de sobrevidencia. Mahler evoca la naturaleza y sus criaturas; con algunos atisbos de su danza macabra de la Primera “Titán”, aquí se hace mucho más patente la lucha por la supervivencia entre los seres vivos. Las flautas y los timbales tejen un tapiz de sonidos que, como una alegoría de la vida misma, se entrelazan y chocan, repitiendo la narrativa de la coexistencia de lo sublime y lo grotesco que marca nuestra existencia, una clara reminiscencia del romanticismo.
El cuarto moviento, en la voz de una contralto ––registro más escaso, aquí lo interpretó la formidable mezzo valenciana Silvia Tro Santafé–– simboliza el origen del hombre. Obra de marcados contrastes cromáticos, como signo distintivo del singular lenguaje mahleriano, esta especie de intermezzo supone un cambio radical, a manera de canto divino que trae esperanza, consuelo. Como en los más de los textos empleados por Mahler, se establece una conexión entre lo terrenal y lo trascendente, como invocación a una existencia más allá de lo visible, un anhelo de redención ––a manera de evocación de su predecesora Segunda, “Resurrección”–– que recorre cada uno de los compases. El amor, la compasión y la conexión espiritual son los pilares que sostienen este momento sublime, un rayo de luz en el oscuro bosque de la angustia humana. El siguiente comienza con un tono serio y representa el amor maternal y la reverencia por la vida. La música se transforma, en los coros femenino e infantil (el Coro de la propia OSM y la Schola Cantorum, bajo la dirección del maestro Samuel Pascoe, a la altura de las circuntancias) y de la propia solista, en canto de esperanza, un homenaje a la existencia misma que, a pesar de sus tribulaciones, se muestra en toda su majestuosidad. A través de una melodía que evoca el canto de las flores y el susurro del viento, Mahler invita a los oyentes a recordar que, al final de la lucha, siempre hay un crecimiento, una floración inevitable que emerge del suelo de la experiencia.
In crecendo, el movimiento final es uno de los pasajes más hermosamente poéticos de toda la escritura mahleriana, a manera de clímax como desbordante tributo a la naturaleza y a lo divino. Los metales y las cuerdas se entrelazan en un estallido de sonidos que celebran la vida en toda su plenitud, como si Mahler nos recordara que, a pesar de la oscuridad, siempre existe la luz. Un canto sublime de la orquesta, en todas sus secciones, al amor como signo de esperanza, es de una belleza indescriptible. Este final resuena con un eco de bienestar trascendental, donde el hombre, al fin, encuentra su lugar en el cosmos, y ante esta vastedad de ideas y de emociones que despierta y evoca la música en su más alta calidad, resulta imposible permanecer impávido y sin que se asomen lágrimas a los ojos. Así, su Tercera Sinfonía, más que música, es un testimonio de la eternidad, un canto cuya resonancia perdurará más allá del tiempo y del silencio.


