Los valores que permiten la convivencia entre los pueblos, al igual que la habilidad de los organismos multilaterales para preservar la paz y la seguridad mundiales, están venidos a menos. En esta compleja y desalentadora ecuación, los acuerdos alcanzados en la segunda posguerra y que refleja la Carta de Naciones Unidas, tienden a perder significado. Así lo indican los desplantes populistas de diversos gobiernos, que en nombre del combate a una presunta ineficiencia gubernamental, minimizan el valor del Estado, se alejan de la democracia, promueven intereses particulares y proyectan una idea guerrerista de la estabilidad planetaria. En este teatro, la caracterización conservadora o progresista, de izquierda, centro o derecha de los diferentes regímenes, se reduce a una mera narrativa porque las alineaciones ya no se asocian con ideales, sino con intereses de poder y fríos cálculos económicos.
El dilema de la seguridad, concebido como la forma en que los Estados interactúan cuando buscan mejorar su propia seguridad, señala que la viabilidad de los menos favorecidos (Sur Global) va crecientemente en función del mejor acomodo que puedan lograr ante el peligro sistémico central, es decir, la feroz competencia entre las propias potencias. En este contexto, el margen de maniobra y la credibilidad diplomática de los países periféricos, tienden a diluirse en beneficio de transacciones de poder (¿soberanía?) que aspiran a convertir la amenaza de que son objeto en espacio para la colaboración. Dicho modelo, conocido en la teoría de las relaciones internacionales como realismo contingente, privilegia la acción cooperativa por encima de la competitiva, en un tablero en el que la administración de riesgos va de la mano con la aceptación tácita de controles unilaterales no escritos, que ofrecen los trazos germinales del orden universal en el periodo posneoliberal.
En un estira y afloja, donde las alianzas políticas y militares afrontan el escollo de mantener su propia cohesión, todo apunta a que el reto central para la paz es la adopción de un acuerdo que legitime la nueva distribución y ejercicio del poder, a escala global. Aunque una ruta así es riesgosa, ayudaría a ordenar tendencias anárquicas y a recuperar un mínimo de certeza sobre el curso de la política mundial; contribuiría también a identificar las herramientas políticas y diplomáticas requeridas para gestionar amenazas, con un rango aceptable de éxito. Ahora, cuando el poder es asimétrico y se ejerce unilateralmente, los países menos favorecidos están siendo orillados a diseñar ideas propias de seguridad multidimensional, con base en estimaciones de coyuntura adaptadas a las tendencias globales emergentes y no, como debería ser, a un sistema de normas jurídicas de aceptación universal.
Aunque todo es fortuito, parece oportuno pensar en fórmulas innovadoras que refuncionalicen las tradiciones del pacifismo liberal. Por cierto, un ejercicio de este tipo no podría pasar por alto que el realismo político está más vigente que nunca y que, sus promotores, definen su interés nacional en términos de poder duro. Así las cosas, en tiempos posideológicos las naciones de menor desarrollo relativo estarían llamadas a explorar nichos de oportunidad que les permitan concebir su política exterior con base en un cálculo que sea, a la vez, principista y pragmático. Solo así, siendo congruentes con el Derecho Internacional, evitarían sumisiones inaceptables y promoverían sus metas de desarrollo en un mundo azaroso y que no acaba de mutar. Tempus fugit.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.