De guerrillas, fría o caliente, local, regional o mundial, el Derecho Internacional clasifica a la guerra en función de sus ámbitos como interestatal, intraestatal y supraestatal. Es una acción aberrante que confirma el temperamento conflictivo del género humano y la necesidad de conducir lazos entre las naciones con base en arreglos que limiten ánimos contenciosos. Al sustentarse en una visión pesimista y unidimensional de la historia, el conflicto bélico minusvalida la capacidad de cooperación entre los estados y desprecia su habilidad para interactuar como sociedad solidaria.
En su versión ofensiva, la guerra se gesta desde el poder vertical y nunca es legítima. Sucede lo contrario cuando es defensiva, porque busca resarcir soberanía, independencia y libertad. Paradójicamente, en ambos supuestos se invocan criterios selectivos de seguridad, que niegan la vocación progresiva de las relaciones internacionales y cambian la virtud cívica por el regateo de la idea del éxito entre opositores.
La guerra (caos) es justa si observa normas y reglas de validez universal y cuando quien la ejerce es su víctima. Por el contrario, si la emprenden actores poderosos, estos la justifican como recurso para alcanzar objetivos acordes con sus intereses. Así las cosas, por donde se le vea, la guerra es comparsa del determinismo social y aliada natural de la anarquía, la distorsión y la imposición de la ley del más fuerte. En atención a su carácter extremo, no es neutra ni mucho menos virtuosa. Al ser coercitiva, propicia el despliegue de diplomacias amenazantes y monocromáticas, que utilizan dados cargados a favor del engaño y la deshonestidad política. Por si no bastara, la guerra empodera al Estado por encima de los individuos, desprecia las leyes e instituciones que limitan el uso de la fuerza y genera dinámicas internacionales de temor y alienación colectiva.
Ante el deterioro del sistema multilateral y el decaimiento de la democracia y del orden jurídico, la reflexión sobre la guerra está llamada a ser prioridad para los académicos y los formuladores de política exterior. Debe ser así porque el mundo afronta el desafío de verse desbordado por una implacable lucha por el poder y, también, por un pensamiento estratégico y militar marcadamente agresivo.
En estas condiciones, el peligro de devastación universal es real y mayúsculo, más ahora cuando renace la perversa tesis que sostiene que, en caso de un conflicto nuclear, habrá vencedores. No son tiempos para la autocomplacencia; la teoría y práctica de las relaciones internacionales deben ser consistentes con los criterios realistas de la paz que gravita alrededor del equilibrio del poder, la que limita armamentos, transforma para beneficio colectivo y se sustenta en la ley. No seguir esa vía es pavimentar el camino hacia un orden (¿desorden?) global atípico y distorsionado, con potencial suficiente para desatar el conflicto catastrófico del fin de los tiempos. Sin mezquindades y con amplitud de miras, ocurre trabajar para un futuro mejor y sostenible. Como dijera Stephen Hawking, hay que voltear hacia las estrellas y no a los pies.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.


