Con frecuencia, es más importante la forma en que la opinión pública percibe los hechos, que los hechos en sí mismos. De ahí que las estrategias de comunicación estén diseñadas para manipular a la gente a fin de lograr fines específicos, ya sea para vender cualquier producto (mercadotecnia) o para generar simpatías políticas (proselitismo y propaganda). El mejor ejemplo de ello lo ofrece la adaptación radiofónica de la novela de Orson Wells La Guerra de Dos Mundos, que salió al aire el 30 de octubre de 1938 y generó histeria colectiva en el noreste de Estados Unidos, porque la gente de verdad creyó que el planeta estaba siendo invadido por marcianos. Vista en retrospectiva, esa transmisión acreditó la compleja interdependencia que existe entre actores diferenciados (comunicadores y sociedad), que ante ciertos estímulos, pueden transformar cualitativamente el entorno nacional e internacional que comparten.
El contexto mundial está polarizado y hay incredulidad en las funciones de los organismos multilaterales. Ante ello, algunos gobiernos buscan apuntalar su legitimidad mediante estrategias de comunicación política orientadas a alienar a las masas con el argumento de que, en el caos universal, el Estado y la autoridad en turno son los únicos que pueden garantizar su bienestar. En abono a esa meta, despliegan políticas exteriores acomodaticias, aislacionistas y condescendientes con los poderes hegemónicos, que solo son útiles en el corto plazo. Al conducirse así, la esperada evolución de la sociedad internacional (estatista y soberanista) hacia la mundial (valores globales, humanitarismo) se retrasa porque impide el desarrollo de fórmulas de concertación con potencial para aportar a la paz, la seguridad y el desarrollo sostenibles. Se trata de un fenómeno de retroalimentación y codependencia negativa entre gobiernos nacionales y organizaciones multilaterales, donde los primeros apelan a la soberanía cerrada para autoexcluirse de la rendición de cuentas ante la comunidad de naciones, porque las segundas carecen de herramientas de coerción para hacer valer sus mandatos. En los hechos, esta realidad brinda sustento a la idea de que la política doméstica es cada vez más política internacional, porque aquella es espejo del galopante desarreglo del orden establecido en 1945. El apunte es caprichoso debido a que, en un sistema global inestable y fracturado, los Estados buscan recuperar gradualmente la soberanía que han cedido en beneficio, entre otros temas, del humanitarismo, la agenda verde y el orden jurídico. En ese sentido, procuran su interés con criterio cerrado y dejan de participar en esfuerzos que aspiran a hacer del mundo un espacio seguro y con instituciones adecuadas a la multipolaridad competitiva de la posguerra fría. Así las cosas y sin bases sólidas para la conversación entre el Norte y el Sur, es oportuno que los formuladores de políticas públicas, tanto nacionales como internacionales, repasen las virtudes del liberalismo y, por encima de todo, los criterios edificantes que se han seguido para otorgar a bienes y herencias en todo el orbe, la condición de patrimonio común de la humanidad. No es sencillo; para reconducir la política mundial, hay que acortar distancias entre las visiones Estado-céntrica e internacionalista (¿globalista?). Al igual que ocurrió con el programa de Orson Wells, el creciente divorcio entre las políticas doméstica (nacional) y los valores y objetivos liberales de la ONU, genera temor. Ante esta falta histórica, ocurre buscar con urgencia el remedio.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.