El caso de Nabor Guillén pone en evidencia que el principal problema de Guerrero no es únicamente la violencia criminal, sino el empoderamiento de grupos que se han vuelto actores políticos de facto.

Los Ardillos no solo disputan territorios con rivales como Los Tlacos; también condicionan la acción del Estado, doblegan a alcaldes, manipulan mercados y exhiben a la clase política local.

El asesinato de Nabor Guillén, subsecretario de Política Social de la Secretaría del Bienestar en Guerrero, ocurrido el 2 de septiembre, no solo se inscribe en la creciente lista de ataques contra funcionarios públicos en México; constituye también una evidencia del poder político, social y económico que grupos como Los Ardillos han consolidado en el estado. El homicidio, cometido en plena luz del día, en una zona con presencia policial, revela el grado de impunidad con el que opera la delincuencia organizada y la fragilidad del Estado frente a ella.

Nabor Guillén, exalcalde de Tixtla (2016–2018), inició su carrera en el PRD y posteriormente se sumó a Morena. Durante ese tránsito, recibió respaldo de figuras como Félix Salgado Macedonio, hoy senador y padre de la gobernadora Evelyn Salgado. Aunque no logró una candidatura a diputación, fue integrado a la Secretaría del Bienestar, desde donde mantenía cercanía con la actual mandataria estatal.

El funcionario había sido cuestionado públicamente desde 2024, cuando circuló un video en el que aparecía abrazado de Celso Ortega Jiménez, líder visible de Los Ardillos. A pesar de los señalamientos, nunca se abrió una investigación formal en su contra, reflejo del silencio institucional que suele rodear a la clase política guerrerense cuando se mencionan vínculos con grupos criminales.

El ataque ocurrió sobre la carretera federal Chilpancingo–Tlapa, cerca de un filtro de seguridad municipal y oficinas de gobierno. La Fiscalía estatal lo investiga como una agresión directa, descartando de inicio la posibilidad de un robo. La escena del crimen, ubicada en un punto neurálgico, muestra que los perpetradores no temen ni a la presencia policial ni a la reacción inmediata de las autoridades.

La presidenta Claudia Sheinbaum pidió esperar a que el Gabinete de Seguridad informe avances, mientras que la gobernadora Evelyn Salgado expresó condolencias sin ahondar en el trasfondo del crimen. Por su parte, Omar García Harfuch, titular de Seguridad federal, sugirió que por la zona de influencia, los responsables podrían ser Los Ardillos, aunque precisó que “sería especular sin pruebas concluyentes”. La especulación, sin embargo, apunta en la dirección de un grupo que en la última década se ha convertido en un poder paralelo en Guerrero.

Nabor Guillén, subsecretario de Política Social de la Secretaría del Bienestar en Guerrero

Con base en el corredor Quechultenango–Petaquillas, Los Ardillos han extendido sus operaciones hacia municipios estratégicos como Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, Mochitlán, Zitlala y José Joaquín de Herrera. Desde ahí controlan la extorsión al transporte público, el cobro de piso a comerciantes y la regulación violenta de mercados y tianguis. Su capacidad de presión se hizo evidente en marzo de este año, cuando lograron paralizar Chilpancingo mediante bloqueos y ataques a transportistas.

Su poder no solo descansa en la violencia, sino también en una estrategia de control social. Al regular el transporte y las cadenas de distribución local, han impuesto una suerte de “gobernanza criminal” que los convierte en árbitros de la vida cotidiana. Para muchos habitantes de la región, Los Ardillos representan tanto una amenaza como una instancia a la que deben acudir para resolver disputas o proteger su actividad económica.

La organización mantiene una confrontación con el grupo rival conocido como Los Tlacos, por el control de La Montaña y la región Centro. En 2024, ambas facciones supuestamente pactaron una tregua para no afectar la actividad comercial; sin embargo, los homicidios, desapariciones y secuestros no cesaron. Guerrero cerró ese año con  mil, 738 asesinatos, cifra que da cuenta de la incapacidad del Estado para contener la violencia.

Los Ardillos han sido vinculados con hechos de alto impacto, como la ejecución de diez músicos en Chilapa (2020) y el asesinato del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos Catalán, en 2024, quien fue decapitado tras incumplir acuerdos con grupos criminales. Estos episodios no solo siembran terror, también exhiben la capacidad de la organización para imponer castigos ejemplares contra autoridades que se niegan a colaborar.

El poder de Los Ardillos no puede explicarse sin considerar sus vínculos políticos. En 2023, Norma Otilia Hernández, entonces alcaldesa de Chilpancingo, reconoció haberse reunido con Celso Ortega Jiménez. En otras ocasiones, funcionarios han sido exhibidos en fotografías o videos con líderes criminales, sin consecuencias legales. En contraste, aquellos que se resisten a colaborar, como el propio Arcos Catalán, terminan siendo blanco de ejecuciones.

El caso de Nabor Guillén se inserta en esta lógica: un político cuestionado por su cercanía con el grupo, que posteriormente es asesinado en circunstancias que sugieren tanto represalia como demostración de fuerza. Para Los Ardillos, la violencia no solo es un medio de control territorial, sino también un instrumento para disciplinar políticamente.

El empoderamiento del grupo se refleja incluso en sus desafíos públicos a las autoridades. En julio de 2025 colocaron una manta en la Autopista del Sol exigiendo la renuncia del secretario de Obras Públicas de Chilpancingo, al que previamente habrían intentado extorsionar con 33 millones de pesos. La acción envió un mensaje claro: Los Ardillos no se limitan a operar en la sombra, sino que imponen condiciones abiertas al poder municipal.

De este modo, la organización ha pasado de ser un cártel regional a convertirse en una estructura con injerencia política, capaz de incidir en decisiones de gobierno, candidaturas y designaciones de funcionarios. El asesinato de Guillén no puede entenderse solo como un ataque criminal; representa la consolidación de una lógica en la que el crimen organizado marca la agenda pública.

Mientras no exista una estrategia integral que desmantele estas redes de poder —que combinan economía ilegal, control social y complicidad política—, el asesinato de funcionarios seguirá repitiéndose como un patrón de violencia estructural. Guerrero no enfrenta únicamente a un grupo criminal: enfrenta a un poder paralelo que ha aprendido a sobrevivir, infiltrarse y gobernar.