Texto incluido en mi libro Elías Nandino: Poeta de la vida, poeta de la muerte, que reeditará la Universidad de Guadalajara, bajo la supervisión editorial de Oscar Trejo Zaragoza.

Quien desde muy joven descubrió y perpetuó su más auténtica vocación, la poesía de Elías Nandino (Cocula, 1900-Guadalajara, 1993) resulta un soplo emocionado y a la vez silencioso. Lo primero que conmueve en su obra, incluso en la inicial y de franca formación, es la sinceridad con la que ha sido elaborada. Experiencias y emociones padecidas por el artista forman lo neurálgico de su temática, y entre lo consumado en vida del autor y su existencia soñada ––deseos y apetencias sin destino–– se extiende una pareja superficie de vasos comunicantes.

Creación poética que en principio deviene de los placeres y tormentos implícitos en vida, en la lucha diaria que entabla contra la muerte, palpando en nuestros prójimos su vecindad estremecedora ––como médico, se propuso vencerla––, Nandino se convirtió en el cantor por excelencia de la tragedia que a todos nos asombra. Sin embargo, para el poeta la muerte adquirió, y he ahí uno de los milagros afluentes en su excepcional curso literario, la certeza potencial de una catarsis. Hundido en los sopores de la noche, el poeta formula la explicación metafísica de su vida y aprende a cultivar el trato amigable con la muerte.

De sus observaciones luminosas e implacables en torno a la naturaleza humana, que llevó hasta las últimas consecuencias, arranca un muy importante sector de su poesía que tan emocionadamente refleja el íntimo latir de la entraña humana. A la par de otros enormes líricos de nuestra lengua, la fe de sus primeros años, bebida durante su niñez pueblerina y puesta durante su travesía intelectual sobre el blanco caos de la duda, el Nandino maduro resolvió tal tragedia del espíritu en amoroso incendio y fiebre hacia una entelequia de fe.

Quien en su extendido y fatigoso vivir experimentó todas las tempestades morales, que sin dilación pintaron en él su latigazo, este poeta descubrió en la soledad la redención de sus dolores. Sin embargo, terminó por entender y realizar dicho aislamiento como una atmósfera en la que inteligencia y sensibilidad formulan respuestas a los eternos temas del hombre en el mundo, de la muerte y de Dios. Poesía francamente solipsista, como la de su cercano amigo Villaurrutia, su obra requirió largos años de reflexión; en este sentido, el punto central de la poética de Rilke (Trabajo, jerarquía y oficio) se cumplió cabalmente.

Producto de la experiencia y las adquisiciones de toda una vida, a partir de Nocturna suma corroboró su sabio y enriquecedor servicio ––tanto en espíritu como en verdad–– a la poesía mexicana. Juzgada en su totalidad, esta obra nos ofrece una nota dominante, y que al fin de cuentas lo acaba de situar dentro del grupo de los Contemporáneos: un avance progresivo para otorgar pureza a su labor poética, sencillez y claridad absolutas. Más allá de cualquier teoría excluyente y de extremos resabios ––su otra profesión lo mantuvo, en tiempo, un tanto al margen––, también se propuso, como sus contemporáneos, la búsqueda de la “poesía absoluta”.

En el instante delicioso de su madurez poética, desde Naufragio de la duda hasta Ciclos terrenales ––casi cuarenta años de intensa e inaplazable creación––, Nandino colocó sus vivencias bajo el espejo cóncavo de la introspección, a sabiendas de que sólo allí podía darse el canje dramático de preguntas y respuestas a todas sus inquietudes metafísicas. Aunque reuniendo múltiples y obligadas diferencias, y que son al fin de cuenta las que enriquecen nuestro variado panorama poético, Nandino merece y exige ser incluido dentro de la generación de los Contemporáneos. Si es imposible que el hombre pueda escaparse de la sensibilidad común a su época, este autor compartió con ellos, amén de otras muchas circunstancias y preocupaciones contextuales, el ya citado carácter solipsista de su poesía existencial.

El trato con autores como Eliot y Supervielle, el segundo de ellos muy cercano sobre todo a Villaurrutia, y una acuciosa lectura de quienes como Rilke les revelaron patéticamente el descubrimiento de nuestra soledad en el mundo, completaron el círculo de lecturas en el que los Contemporáneos nutrieron sus ensueños. Este y otros débitos están presentes, de igual modo, en Nandino, escritor que también se impuso una lucha encarnizada por ganar en hondura ––la obra de Freud constituyó, a este respecto, un vínculo más–– lo que antes de ellos se perdía en extensión.

Su obra, en forma adicional, da cabida a las sombras que emanan de la jauría de los instintos (Villaurrutia y Gorostiza), y las veredas por las cuales transita su poesía también se sitúan dentro de los márgenes de la fantasía hipnotizada. En este ámbito se expresan, precisamente, muchos de sus visos imaginativos y sensuales, aunque para llegar a ellos primero desconociera los hitos de las lindes lógicas y los habituales enlaces sintácticos, principio iconoclasta figurado en casi todos los demás Contemporáneos.

Poeta de formas tanto clásicas como románticas, el pródigo y audaz eclecticismo de Nandino da igual cabida a otras voces mucho más cercanas a él. En quien llegaron a coincidir la precisión y la armonía críticas del clasicismo, buena parte de su discurso poético, al menos el de madurez, florece en la profundidad y el rigor frenéticos de la herencia romántica. En términos valerianos, dicha fusión dimana de un escritor que lleva un crítico consigo y lo asocia íntimamente a sus trabajos, paradoja esencial para alcanzar a descifrar la síntesis poética de quien consiguió fundir en su obra las más cruciales etapas de todo el acervo lírico.

Como consecuencia de un acto voluntario y reflexivo, y donde es posible reconocer la prioridad de la razón sobre las demás facultades del hombre ––no por ello, su poesía carece de sentimiento y emoción––, entendemos por qué Nandino prefirió el soneto y la décima. En ambas formas, que heredó de los clásicos y en ellos tienen su más profunda raíz, hallamos otras de las esencias perfectamente imbricadas en su madurez poética: solemnidad, color, amargura, intimidad, movimiento y pasión. Sincera confesión de su angustia metafísica, la poesía de Nandino logra expresar ante todo la historia punzante de un alma atormentada y en constante devaneo.

Este espíritu clásico/romántico es el efluvio inmanente de la emoción humana, en su más amplio y hondo sentido ––pasión en permanentes caos y movimiento––, por lo que una resuelta aspiración al infinito constituye otro de los ejes esenciales dentro de su poética. Su concepción dialéctica del Universo, que no conoce límites ni se detiene en lugar preciso alguno, lo impulsa a verlo como un órgano viviente, armónico y evolutivo, prefiguración que lo lleva a su vez a conferirle enorme importancia a los aspectos nocturnos de la vida. Toda la teoría psicoanalítica y sus seguidores consideran al sueño como el fenómeno regulador de nuestra vida, en donde priva una categórica presencia del inconsciente, y a través de este conducto arriba al reino del silencio y de las sombras que es la noche.

Y si la noche representa la atmósfera o el espacio propicio para consumar su poesía solipsista, es allí donde su angustia primera se trueca milagrosamente en una dichosa e incontenible aspiración a la inmensidad. Como en los más grandes panteístas y místicos, dicho propósito se evidencia por esa fuga permanente del alma que logra por fin burlar la estrecha tramazón de la unidad humana. Es, en última instancia, la consumación suprema de quien consigue a través de la poesía revelar las iniquidades de la existencia humana, y en consecuencia resolver también no pocos de los desórdenes implícitos en el caos de la vida terrena. En ese mundo de símbolos que es la Poesía, Nandino realiza el poder asombroso de su intuición al captar los valores inamovibles en la realidad cósmica y humana.

Ascender al infinito, para luego volver a bajar a los abismos secretos del espíritu, de su espíritu, justifica buena parte de su recorrido poético. Y si el verdadero camino del poeta debe concentrarse en un imperioso deseo por ir hacia el interior del ser y descifrarlo, parafraseando a Novalis, Nandino sublimó dicha búsqueda al comprender que es precisamente dentro de nosotros donde se halla la eternidad con todos sus posibles mundos. Pasado, presente y porvenir se concentran en el instante poético mismo, y el Todo encuentra explicación en acto de crear: Caído en soledad, hondura y sombra,/ soy atento pensar que se agudiza/ en fervor de contacto/ con la desnuda sangre del misterio.

Al regresar Nandino a los abismos de su mundo interior, y al fundirse con la espesa niebla del silencio y la noche, da inicio la estructura de su verdadero mensaje; en él vislumbramos, con absoluto asombro, el pivote esencial en la arquitectura de su mejor poesía. En Naufragio de la duda, Triángulo de silencios, Nocturna suma, Nocturna palabra, Eternidad del polvo, Cerca de lo lejos y Ciclos terrenales, que hacen dos terceras partes de su transitar poético, se manifiesta la unidad cósmica ambicionada por el escritor. Ese Todo de Nandino es la única fuerza capaz de mantener esa continuidad, de fundir lo múltiple y diverso en el crisol de lo unitario, y el mayor milagro de su poesía es conseguir darle forma a lo que por su naturaleza ontológica carece de ella.