Si tuviéramos que resaltar algunos de los mayores atributos en la ejemplar carrera de la soprano Lourdes Ambriz (Ciudad de México, 1961-2025), estos serían sus indiscutibles habilidades natas, tanto vocales como musicales, así como una apasionada búsqueda de la excelencia que siempre apuntaló con estudio y dedicación. Premiada en el Concurso Carlo Morelli en 1980, debutó con la Compañía Nacional de Ópera de Bellas Artes en 1982, con la Olympia de Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach. Con una trayectoria admirable, cantó con infinidad de orquestas y pisó importantes teatros líricos de América y Europa, formando parte sustantiva de varios estrenos y proyectos tanto escénicos como discográficos. Siempre admiré no sólo a la gran artista que fue, con un amplio y variado repertorio donde su versatilidad y su impecable técnica de canto se distinguían (incluidas por supuesto sus no menos notables virtudes histriónicas), sino también al ser humano entrañable y genuino.

En 1990 realizó una amplia gira por España con el grupo de solistas de México que dirigía Eduardo Mata, de quien ella decía había aprendido muchísimo y fue uno de sus primeros y más generosos promotores. Con él grabó de hecho El retablo de Maese Pedro, una fantástica ópera para títeres que el andaluz Manuel de Falla escribió para la princesa de Polignac y estrenó en 1923. La muerte prematura del maestro Mata, igual decía, la había dejado algo así como huérfana. Otro de sus maestros, el barítono bajo polaco-mexicano Leszek Zawadka, igual me dijo alguna vez que había sido uno de sus alunmos más aventajados y agradecidos. Su debut operístico en Europa fue cantando el papel titular de Marina, del español Emilio Arrieta, en la Ópera de Málaga. En 1992 realizó una larga gira por otros doce países europeos, y después por Sudamérica y Estados Unidos, en varias ocasiones como miembro destacado del grupo de música antigua Ars Nova. Y es que la música antigua fue otra de sus grandes pasiones y especialidades, que ella afirmaba debía abordarse con una voz más limpia y clara, exenta de vibratos.

Invitada en 1993 a representar a México en el Festival Europalia en Bruselas, donde hizo un espléndido papel, y a diferencia de otras notables voces nacionales que incluso llegaron a triunfar en importantísimas casas de ópera del mundo, Lourdes Ambriz sí ha dejado una constancia discográfica nada despreciable, ya sea del repertorio clasico o con obras y autores contemporáneos. Para prueba, varios botones, como su interpretación del “Dúo para pato y canario”, donde su técnica y su no menos aguda percepción del humor le confieren frescura a esta bella obra de Silvestre Revueltas.  Uno de sus compositores más queridos, igual grabó sus Cinco canciones para niños, y su “Canto de una muchacha negra”, y su “Amiga que te vas”, y su “Parián”, impresos en el álbum Silvestre Revueltas que se lanzó en el marco de la celebración del centenario del compositor en 1999. Igual participó en el disco Sensemayá, con la Camerata de las Américas, bajo la dirección de Enrique Diemecke.

Su incursión en obras de otros compositores barrocos menos conocidos como el alemán Carl Heinrich Graun, o contemporáneos como el mexicano también prematuramente desaparecido Víctor Rasgado, confirman esa ya arriba citada versatilidad, pues afirmaba que la música es por naturaleza uno de los vehículos expeditos para establecer un diálogo abierto con el tiempo. Una no menos espléndida intérprete, cada personaje que abordaba, o cada pequeña partitura o canción que cantaba, ya fuese del repertorio clásico o del contemporáneo, de autores y con obras de batalla o con otros menos conocidos y rescatados, los hacía suyos, y de alguna manera eran eco de su propia historia personal, como testimonio de su compromiso inquebrantable con la música y de su deseo de expandir los límites de la interpretación vocal.

Desde su espectral Aura que igual estrenó y grabó, de la versión operística de Mario Lavista del clásico de Carlos Fuentes, hasta su presencia dominante en el Montezuma de Graun, su habilidad para moverse entre el lirismo y la bravura era otra de sus grandes virtudes. En ambos montajes y registros compartía y comparte créditos, entre otros nombres,  con su entrañable compañera de generación y casi hermana, la mezzo Encarnación Vázquez. Más allá de sus incuestionables capacidades técnicas e interpretativas, igual la definía, como otro de sus rasgos distintivos, su capacidad para conectar con el público, su gracia y su espontaneidad naturales. A través de sus interpretaciones, ella no solo contaba historias, sino que también creaba un espacio emocional compartido. Siempre deseosa de contribibuir a difundir la nueva música mexicana, también grabó obras de otros compositores como Roberto Morales, Manuel Henríquez Morales e Hilda Paredes.

En su gestión primero como Subdirectora y luego como Directora Artística de la Compañía Nacional de Ópera de Bellas Artes, no solo se limitó a atender lo concerniente al terreno de la voz, que era su primera especialidad, sino que igual guió con generosidad a generaciones de jóvenes músicos. Medalla Mozart que entrega la Embajada de Austria en México en 2006, en 2010 cantó el rol de Eupaforice en la puesta en escena de la ópera Montezuma del arriba citado Carl Heinrich Graun, presentada por la Compañía Teatro de Ciertos Habitantes, bajo la dirección musical de Gabriel Garrido y la escénica de Claudio Valdés Kuri. Esta producción se estrenó con éxito en el Festival Theater Der Welt, en Mühlheim, en Alemania, y tuvo presentaciones no menos triunfales en el Festival de Edimburgo en Escocia, y en el Teatro del Canal de Madrid, y en el complejo Kampnagel de Hamburgo, y en el Festival Cervantino en Guanajuato.

Aunque sabíamos que estaba enferma desde hace un buen tiempo, su prematura muerte me ha sorprendido y dolido, porque si bien no la traté tanto, cuando coincidiamos, nos veíamos y charlábamos con mucho gusto. ¡En paz descanse!