La solidez de toda política exterior radica en su capacidad para mantener principios y defender el interés nacional a lo largo del tiempo, no obstante los ajustes coyunturales que deben hacerse para afrontar realidades emergentes y situaciones inesperadas. Cuando así ocurre, dicha política es prestigiosa y fortalece su credibilidad y legitimidad ante terceros actores. Ahora bien, ante el deterioro del orden liberal, el incremento del unilateralismo y la fragilidad de la paz en diversas regiones, los Estados tienden a desplegar políticas exteriores más volátiles y acomodaticias. Para responder a retos circunstanciales, se alejan del idealismo liberal, son cada vez más pragmáticos y toman decisiones rentables en el corto plazo. Ello es consecuencia de la desaparición de la antigua estabilidad de la era bipolar; de un diseño de convivencia mundial que tenía bien definidos los límites de lo que podía hacerse, sin afectar los intereses vitales de las superpotencias. En efecto, durante la Guerra Fría las políticas exteriores reflejaron continuismos burocráticos, pero no estuvieron exentas del empirismo necesario para dar resultados en situaciones de crisis. Estaban diseñadas para gestionar las relaciones con los Estados, incluso con aquellos de signo opuesto, con base en metas específicas, directivas puntuales y la observancia de obligaciones jurídicas. Los países de la periferia adquirieron entonces habilidades diplomáticas basadas en el conocimiento histórico y rara vez se apartaron de las reglas tácitas e implícitas impuestas por los poderes hegemónicos.

Las políticas externas de la época se construyeron con criterios lineales y condescendencia hacia su respectivo bloque: el Este comunista y el Oeste capitalista. Con tropiezos coyunturales, hubo avances cuando las naciones del llamado Tercer Mundo impulsaron en foros multilaterales temas de desarrollo, desarme, Derechos Humanos y Derecho Internacional, entre otros. En sentido opuesto, los resultados fueron exiguos cuando las agendas se ideologizaron y los no alineados dejaron de serlo. En ese contexto, si las cosas se salían de cauce, los países del Sur podían ejercer su triste “derecho al pataleo”, más como berrinche y nunca como herramienta para encaminar los eventos conforme a sus deseos. Hoy todo eso quedó atrás y ningún gobierno recurriría a tales conductas para avanzar intereses en un contexto donde la ización es selectiva y el poder se ejerce con escasos controles. Los perfiles vigentes del entorno mundial han venido a detonar cambios en la forma de concebir e instrumentar la política exterior. Por ello, en muchos casos es cada vez menos normativa y más sensible a la percepción que se tenga de circunstancias que deben atenderse desde varios niveles y con una óptica multidimensional. En la actual mutación del mundo, donde en medio de las armas, las leyes callan (Inter arma silent leges, Cicerón), parecería ser que toda política exterior que aspire a ser eficaz tendrá que ser pragmática, valorando que la realidad es indeterminada y no se lleva bien con la moral internacional.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.