El pasado 15 de octubre de 2025, el Congreso consumó la aprobación de una de las reformas más delicadas del sexenio: la modificación a la Ley de Amparo, presentada un mes antes por la presidenta Claudia Sheinbaum. Con 322 votos a favor en la Cámara de Diputados y 81 en el Senado, la reforma se incorporó al paquete legislativo que da continuidad al rediseño institucional del Poder Judicial iniciado sin freno en 2024.
Aunque el discurso oficial insiste en que el objetivo es “agilizar los procesos”, “reducir la impunidad” y “fortalecer la confianza ciudadana en la justicia”, lo cierto es que los cambios aprobados producen el efecto contrario: restringen el acceso a la justicia, debilitan la tutela cautelar y consolidan una lógica de control político sobre el Poder Judicial.
El juicio de amparo, reformado de forma paradigmática y con una visión de derechos humanos en 2011, abrió la puerta a una nueva concepción del acceso a la justicia: la inclusión del interés legítimo permitió que personas físicas, colectividades y organizaciones pudieran reclamar violaciones a derechos humanos sin necesidad de acreditar la titularidad de un derecho subjetivo afectado directamente.

Fue una conquista doctrinal y jurisprudencial que acercó el derecho mexicano a los estándares del artículo 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: recursos sencillos, expeditos y eficaces frente a violaciones de derechos fundamentales. O al menos esa fue la idea.
Sin embargo, la reforma recientemente aprobada positiviza; es decir, congela en la ley los elementos del interés legítimo, exigiendo que la lesión sea “real y diferenciada del resto de las personas”, y que el beneficio derivado de la sentencia sea “cierto y no meramente hipotético o eventual”.
Aunque estas expresiones retoman criterios jurisprudenciales de la Suprema Corte, su incorporación rígida elimina el margen interpretativo que permitía a las y los jueces valorar cada caso conforme a su contexto. En palabras sencillas, la ley pierde plasticidad y se vuelve un filtro, cerrando el paso a los amparos preventivos o de incidencia colectiva, especialmente en materia ambiental, de derechos de consumidores o de protección a grupos vulnerables.
El riesgo no es menor, el juicio de amparo alguna vez considerado como “la institución tutelar de la libertad del hombre frente al poder del Estado” está perdiendo cada vez más terreno. Una institución que sirvió para inspirar en otras latitudes otros mecanismos de justicia constitucional se acerca cada vez más a  ser un procedimiento formalista sin fuerza de recurso efectivo.
La figura de la suspensión es el corazón cautelar del juicio de amparo. Su función es evitar que el daño se consume antes de que la justicia pueda actuar. Sin embargo, la reforma recientemente aprobada incorpora en la Ley un catálogo de supuestos de improcedencia que transforman esta herramienta en una promesa casi inalcanzable.
Entre los más preocupantes están aquellos que niegan la suspensión cuando su otorgamiento “pueda favorecer operaciones con recursos de procedencia ilícita” o “impida la obtención de información financiera”. Formuladas en términos tan amplios, estas cláusulas permiten que cualquier autoridad invoque el “interés público” para impedir la intervención del juez constitucional.

En la práctica, equivalen a un cheque en blanco para la Unidad de Inteligencia Financiera, la Fiscalía o la Secretaría de Hacienda. Y lo que es peor, condicionar la suspensión definitiva a que el particular acredite la licitud de sus recursos (cuando ni siquiera existe una resolución judicial firme) invierte la carga de la prueba y vulnera la presunción de inocencia.
Paradójicamente, la reforma elimina la exigencia de demostrar “daños de difícil reparación”, un avance técnico congruente con la reforma constitucional de 2011, pero al mismo tiempo multiplica los supuestos en los que la suspensión no procede. Es un avance formal con un retroceso sustantivo: la suspensión se conserva en el papel, pero se vacía en la realidad.
El discurso de la reforma insiste en la “celeridad procesal”. Por ello, incorpora plazos rígidos para dictar sentencias, notificar resoluciones o admitir recursos. Pero el problema del rezago judicial no radica en la falta de plazos, sino en la falta de personas juzgadoras, personal auxiliar en los juzgados y tribunales; y presupuesto.
Desde la reforma judicial de 2024, la estructura del Poder Judicial Federal ha sido reducida, fragmentada y sometida a nuevas jerarquías administrativas. Exigir sentencias en noventa días sin fortalecer capacidades institucionales es una contradicción: no hay justicia pronta sin recursos suficientes.  Peor aún, la imposición de tiempos perentorios puede derivar en resoluciones más rápidas pero menos cuidadas.

Uno de los aciertos del Congreso fue eliminar la propuesta de trasladar las sanciones por incumplimiento de sentencias al órgano y no a la persona servidora pública. Mantener la responsabilidad individual del funcionario que desacata una orden judicial es una condición indispensable para que las sentencias tengan fuerza coercitiva. Sin embargo, la reforma también introduce una cláusula que exige al juez “verificar previamente el marco jurídico de actuación de la autoridad responsable antes de requerir su cumplimiento”. Aunque en apariencia técnica, esta obligación puede convertirse en un nuevo obstáculo procesal: un filtro formalista que ralentice o debilite la ejecución de las sentencias.
El artículo Tercero Transitorio es, quizá, el punto más peligroso. Dispone que las actuaciones procesales posteriores a la entrada en vigor del decreto se regirán por la nueva ley, incluso en juicios en trámite.  En apariencia, el texto invoca la doctrina de aplicación inmediata de las leyes procesales. Además, afirmar que la Ley de Amparo es meramente procesal es un error grave; como grave es olvidar que las decisiones de litigar se toman también a partir de las reglas procesales, que determinan el acceso mismo a la justicia.
En la práctica, esta cláusula abre la puerta a que jueces y tribunales apliquen las nuevas reglas de suspensión, plazos o procedencia en casos ya en curso, generando inseguridad jurídica y posibles efectos retroactivos prohibidos por el artículo 14 constitucional.

Adicionalmente, hay que destacar que el precedente que deja el Tercer Transitorio es especialmente peligroso, toda vez que traslada a las personas juzgadoras la compleja tarea de decidir si una disposición tiene efectos procesales o sustantivos, lo que inevitablemente generará litigios adicionales (ya sea por parte de las personas quejosas o de las autoridades) y aumentará la carga de trabajo del ya de por si saturado Poder Judicial de la Federación.
En suma, la reforma combina correcciones técnicas con regresiones estructurales. Corrige errores de redacción, pero no de enfoque. Incorpora avances en justicia digital, pero mantiene un modelo restrictivo del acceso a la justicia. Afina el lenguaje, pero conserva la intención: limitar la capacidad del amparo de incomodar al poder.

Si bien la iniciativa original era aún más grave, las modificaciones logradas no alcanzan para revertir su carácter regresivo.

El juicio de amparo nació como el instrumento más poderoso para proteger al ciudadano frente al Estado. En los hechos, esta reforma lo reconfigura como un procedimiento administrativo más: controlado, domesticado, subordinado.
El resultado es preocupante. Un amparo sin suspensión efectiva ni margen interpretativo es un amparo debilitado; un amparo que se aplica con retroactividad procesal es un amparo que se niega a sí mismo.
En suma, la reforma aprobada es regresiva y afecta los derechos de todas las personas justiciables en México, pues el amparo, con estos cambios, deja de ser un recurso judicial efectivo para la protección de los derechos humanos.

Por lo anterior, es de vital importancia entender que en estos momentos de debacle legislativa y de regresiones autoritarias, la abogacía (y la sociedad civil en general) debe dejar de lado la lluvia de comunicados que de nada sirven y verdaderamente organizarse para poder incidir, y buscar hacer equipo con quienes en Morena sí están dispuestos a escuchar, perfiles que han mostrado sensibilidad jurídica y política ante este y otros temas.