Quien descubrió su vocación musical desde niña, la sobresaliente carrera de la mezzosoprano mexicana María Luisa Tamez ha estado signada por el esfuerzo y la resiliencia, por el trabajo y la ductibilidad. Su destacada trayectoria operística ha trazado un arco emocional que, al igual que su evolución vocal ––primero soprano, y luego mezzo––, ha sido un viaje lleno de giros dramáticos, como el de muchas de las heroinas por ella interpretadas. Desde su debut a los cinco años en Madama Butterfly, de Giacomo Puccini, la ópera ha constituido para ella no solo una carrera pletórica de toda clase de descubrimientos, sino además un refugio y un espacio donde se han representado sus propias luchas personales, dentro y fuera del escenario, en un medio especialmente difícil y competido. ¡El esfuerzo, en sus propias palabras, bien ha valido la pena!

Su transición de soprano a mezzo, y su emblemático papel en Carmen, de George Bizet (y, claro, su Dalila, de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns, entre otros), son equivalentes a una reinvención continua, como búsqueda constante por asimilar y expresar su propia experiencia de vida a través del arte lírico. La ópera, tal y como ella misma la describe, ha representado un “sublime canto de pasión, de muerte y de sangre”; el Gran Espectáculo sin Límites, por antonomasia, así la define Peter Conrad en su bello libro Canto de amor y muerte, un poco parafraseando al mismo Wagner. Como el arte mismo lo exige, su vida ha sido un vehemente recipientario de esos mismos elementos, un “confieso que he vivido”, rememorando a Pablo Neruda, y esa plena vivencialidad se ha reflejado en cuanto emana de ella y trasciende al escenario, dándole mayores corporeidad y hondura emocional e intelectual a sus personajes. El hecho de que haya tenido que enfrentarse a dolorosas pérdidas personales, algunas de ellas muy enraizadas en su propio ser, ha influido indudablemente en su capacidad para transmitir emociones que trascienden e impactan en el público.

Y otra de las facetas más cautivadoras en su trayectoria ha sido su disposición para romper con lo convencional, con los clichés, con toda clase de ataduras conservadoras, que en el arte suelen convertirse en anclas que inmovilizan. Trastocando muchas veces las normas establecidas, en un medio particularmente conservador, cada decisión artística en este sentido ha sido manifestación de su deseo por ser auténtica. Ha confesado que la maternidad ha sido un eje fundamental en su vida, y si bien en varias ocasiones propició que renunciara a oportunidades de formación y crecimiento, en cambio ha alimentado otra veta importante de la cual se ha nutrido su penetrante y hondo arte interpretativo. Este conflicto entre las demandas de ser una madre de tiempo completo y la aspiración de convertirse en una cantante reconocida han aportado tensión a su narrativa, haciendo que su historia sea no solo sobre conquistas, sino también sobre sacrificios y elecciones difíciles, porque la vida misma es un continuo riesgo y en ello estriba precisamente uno de sus mayores atractivos.

El encuentro con la grandísima soprano Irma González fue determinante en su formación y en su carrera, y sus respectivos abordajes de ese tan poderoso rol de Puccini, asociado precisamente a la maternidad trágica: Madame Butterfly, significó un vínculo muy estrecho. La figura de Irma González, primero, y la de la recientemente desaparecida Gilda Cruz Romo, después, confirman esa idea tan poderosa y significativa en el arte de que las estelas transgeneracionales fortalecen esa línea de evolución que bien definía el poeta Pedro Salinas en dos coordenadas que siempre se entrecruzan: tradición y originalidad, comunidad e individualidad.

Su transformación en mezzosoprano y su exploración de un nuevo repertorio han aplicado un nuevo y atractivo reto a su evolución artística. La sensación de haber llegado a un renovado sentido de identidad, a través de un también renovado instrumento vocal, pone de manifiesto cómo el crecimiento hacia la madurez artística y personal pueden entrelazarse, haciendo de cada presentación una celebración de una vida plena. Así transitó Plácido Domingo de ser barítono a convertirse en un tenor de talla mundial, o del egregio Ettore Bastianini que lo hizo del repertorio para bajo a cantar no pocos de los grandes papeles para el registro de barítono, ¡he ahí su memorable Rigoletto! Como otras grandisimas divas mundiales que siendo sopranos abordaron roles paradigmáticos para mezzo, como la Callas o Victoria de los Ángeles, María Luisa Tamez ha interpretado con solvencia las mencionadas Cio-Cio San de Butterfly (Premiada en Tokio) y Carmen. Una cantante igualmente versátil, ha cubierto un muy amplio repertorio.

Su conmemorativa gran actuación de hace unos años en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, por ejemplo, significó una muy emotiva intersección de lo vivido y lo emocional, como inagotable fuente de inspiración y cobijo en la que ha sido una carrera significativa y sostenida. Ahora muy justa Medalla de Bellas Artes, en retribución a sus igualmente valiosas trayectorias artística y docente ––ha sido una no menos generosa maestra de ya varias generacione––, Maria Luisa Tamez ha sido de igual modo ejemplo de cómo con esmero y con orden se pueden conservar las facultades vocales por más tiempo. Si la creación estética toda constituye una de las escasas tablas de salvación, su personal periplo belcantístico ha sido un claro ejemplo de que solo en el entrelazamiento de la vida y el arte encontramos la esencia misma de lo humano.