El lamentable episodio que sufrió la presidenta —un hombre que se acercó y la tocó sin su consentimiento durante un evento público— debería ser suficiente para detonar una reflexión colectiva sobre el estado de la violencia y el machismo en México. No se trata solo de la presidenta, se trata del país. Porque si ni la mujer con más poder político en el territorio nacional está a salvo del acoso sexual, ¿qué nos queda a las demás?

Qué horror atestiguar el acoso al cuerpo de la presidenta Claudia Sheinbaum. Qué lamentable que algunos lo pongan en duda. Qué revelador del aprendizaje cultural de la permisividad sobre el cuerpo femenino. Ninguna mujer debería ser tocada sin su consentimiento. Ninguna. Nunca.

La raíz del problema sin embargo no es ni el estado mental o de salud en que se encontraba el agresor, sino el patriarcado que todo lo justifica. “Estaba borracho”, dicen algunos. “Fue un malentendido”, señalan otros. “Su equipo de seguridad falló”, agregan los comentaristas de siempre. Todas esas frases, una tras otra, son ladrillos del mismo muro de impunidad que sostiene al patriarcado. No fue el alcohol. No fue el descuido del personal de seguridad. Fue el machismo. Fue un hombre más, un hombre al que se le hizo fácil transgredir y tocar sin consentimiento a una mujer, a la mujer que preside nuestro país. Si se atrevió a llegar hasta la presidenta yo me pregunto ¿a cuántas mujeres y niñas habrá tocado -acosado sexualmente- ese mismo hombre?

El acoso no ocurre por accidente. Ocurre porque durante generaciones se ha enseñado (desde los hogares, los medios y las instituciones) que el cuerpo de las mujeres es un espacio disponible, un territorio que puede ser invadido sin consecuencias. El hombre que tocó a la presidenta no actuó solo: actuó amparado por una cultura que lo respalda, por una sociedad que trivializa las conductas de acoso y por un sistema que lo minimiza.

Y lo más grave es que esa cultura no distingue jerarquías. Las mujeres somos tocadas sin nuestro consentimiento, miradas, violentadas en el transporte público, en las calles, en los trabajos, en los tribunales… y ahora también en la figura simbólica que debería representar la autoridad máxima del Estado, la presidenta.

Al horror del acoso se suman las lamentables reacciones en la colectividad, donde imperan la misoginia (incluida la mediática) y el espectáculo de la duda al especular sobre la autenticidad de los hechos. Por ejemplo, que un medio de comunicación de circulación nacional (como es el caso del diario Reforma), publique en primera plana la fotografía del momento exacto del acoso es una muestra brutal de insensibilidad y de misoginia institucional. Ninguna mujer, sea quien sea, debería ver su cuerpo vulnerado convertido en portada. No se “concientiza” reproduciendo imágenes de agresión: se revictimiza, se trivializa y se alimenta el morbo.

Y mientras tanto, a todos quienes desde el escritorio se les hace fácil comentar, sembrar dudas, o inventar rumores, de debatir si fue “real” o un “montaje”. Esa reacción no es menor: es la versión moderna del viejo “¿qué habrá hecho ella para provocarlo?”. Es la forma en que el patriarcado se reinventa para seguir negando la violencia que produce.

Entre los cuestionamientos característicos del patriarcado, también surge la interrogante de la manera en que reaccionó la presidenta, que si lo pudo hacer de determinada manera. Pero lo que hay que dejar claro es que ¡No hay una “manera correcta” de reaccionar cuando te acosan! Quienes hemos pasado por eso lo sabemos: el cuerpo se paraliza, el cerebro se congela, el alma se encoge. Se siente miedo, asco, confusión. Es una mezcla de rabia e impotencia que no se explica, se vive. Y por eso es injusto y cruel exigirle a una víctima (incluso si es la presidenta) que reaccione “de tal o cual forma”.

México lleva décadas educando a sus hijas para cuidarse, y a sus hijos, para no entender y no asumir responsabilidades. El resultado está a la vista: un país donde el acoso se normaliza, donde la violencia sexual se minimiza, donde la culpa siempre recae en la víctima. Es básicamente la pedagogía de la impunidad, de la irresponsabilidad.

El episodio de la presidenta no es una excepción: es el espejo de una nación donde la mitad de la población hemos aprendido a caminar con las llaves entre los dedos, a fingir llamadas para evitar miradas, a soportar comentarios, empujones, roces, silencios y risas incómodas. La educación del miedo empieza a muy temprana edad: cuando una niña de nueve años viaja sola en el metro y siente una mano donde no debería estar; cuando nadie la defiende; cuando aprende que mejor se calla. Esa niña, esa adolescente, esa mujer, vive en todas nosotras.

Ver a la presidenta de México ser víctima de acoso en público es estremecedor. Es la evidencia gráfica de que la violencia de género no respeta investiduras. En ese instante, Claudia Sheinbaum no era la jefa suprema del Estado: era una mujer enfrentando el horror que todas hemos sentido alguna vez. Y eso debería ser suficiente para unirnos, no para dividirnos. Para empatizar, no para politizar. Lo que vimos fue un acto de violencia. Punto. Y como tal, debe ser tratado: con indignación, con justicia, con firmeza. Porque si incluso la presidenta necesita “probar” que fue acosada (cuando todos lo vimos), si los medios la exponen y los opinólogos (tanto los de prensa formal como en los grupos de whatsapp) la ridiculizan, ¿qué esperanza tiene una adolescente en el transporte público, una trabajadora acosada por su jefe, una estudiante frente a su maestro?

Nombrar el acoso es indispensable. Llamarlo por su nombre es romper el pacto de silencio que lo perpetua. Y, sin embargo, seguimos atrapadas en un debate absurdo: si fue “grave” o no, si “se notó” o no, si “valía la pena” denunciar. ¡El acoso siempre es grave. Siempre! Porque no se trata del contacto físico solamente, sino de la invasión simbólica del cuerpo, de la pérdida momentánea del control, de la violencia invisible que recuerda a las mujeres que el lugar que deben ocupar es de subordinación.

Cada vez que alguien minimiza un acto de acoso, está reescribiendo el mensaje de siempre: que el cuerpo femenino es público, que las mujeres deben aguantar, que exageran, que inventan. Y eso, además de lastimar a las víctimas, sino que alimenta la impunidad.

La figura de la presidenta representa al poder político: pero es también un cuerpo simbólico, el de millones de mujeres que han luchado por existir en el espacio público. Por eso lo ocurrido duele tanto. Porque no solo la tocaron a ella: nos tocaron a todas, al exhibir nuestra vulnerabilidad colectiva.

El cuerpo de la presidenta, violentado a plena luz del día, frente a cámaras, en su propio país, es la metáfora de una sociedad donde el patriarcado sigue gobernando incluso cuando el poder formal lo ostenta una mujer. Es la demostración de que el machismo no necesita cargos: se infiltra, se normaliza, se reproduce.

No bastan los comunicados ni los gestos simbólicos. La ONU y ONU Mujeres han sido claras: el acoso, el hostigamiento y la violencia sexual son violaciones a los derechos humanos y deben ser sancionadas sin importar la investidura de la víctima.

Pero México sigue sin homologar la tipificación del acoso sexual como delito penal en todos los estados. Mientras eso no ocurra, seguiremos viviendo en un país donde el acoso depende del código postal. Donde una mujer puede ser violentada impunemente en una entidad y, en otra, tener acceso a justicia.

Nombrar, sancionar, educar, reparar: esa es la ruta. Y, sobre todo, dejar de justificar al agresor. No fue “una confusión”, no fue “una broma”, no fue “una travesura”, no se le “fue porque estaba borracho”. ¡Fue acoso!

Alguna vez, en una reunión entre mujeres de varias generaciones, con un común denominador (nuestra profesión), la conversación derivó hacia la memoria de los primeros acosos. Todas teníamos una historia. Todas recordábamos el asco, el miedo, la parálisis. En ese momento desaparecieron los títulos, las edades, los cargos. Solo quedaban mujeres compartiendo una herida común.

Por eso lo ocurrido con la presidenta nos toca de una manera tan profunda. Porque la violencia que vivió es la misma que habita en nuestros cuerpos, en nuestras memorias, en nuestras calles. Ella no está sola, porque en esto, precisamente en esto, es terrible decirlo, pero, sí estamos todas.

Siendo esta la espeluznante realidad que vivimos día con día las mujeres, las jóvenes, las niñas en nuestro país, difundir la imagen del acoso no ayuda a las mujeres: sino que las expone. Discutir si “reaccionó bien” o “reaccionó mal” tampoco: sino que las juzga. Lo que necesitamos discutir es cómo un país entero ha permitido que esa escena sea posible, sea algo normal.

¡La presidenta de México fue acosada! Eso debería bastar para encender todas las alarmas. No por ella sola, sino por todas las mujeres en este país. Porque en ese instante no era solo Claudia Sheinbaum: era cada mujer mexicana enfrentando el mismo sistema que la calla, la toca, la duda, la revictimiza.

Y si incluso la presidenta no está a salvo, entonces es momento de que el Estado, los medios, y la sociedad entera se pregunten en serio qué tan dispuestos estamos a erradicar el patriarcado que lo permite. No hay violencia pequeña. No hay acoso menor. Cada acto cuenta, cada omisión pesa, cada justificación perpetúa la violencia.

Nos ha quedado claro que el acoso no distingue poder, clase ni cargo. Nos atraviesa a todas. Y, como siempre, solo juntas podremos hacerle frente.