Con Frankenstein, de 1818, la escritora Mary Shelley (Londres, 1797-1851) no solo creó una novela de terror gótico, sino además una personal reflexión sobre el añejo cuestionamiento de preguntas filosóficas y éticas en torno al eterno símbolo de la naturaleza humana y el dilema inherente a los avances científicos. Víctor Frankenstein, un joven científico obsesionado con desafiar los límites entre la vida y la muerte, personifica la ambición desmedida del ser humano; al crear vida a partir de partes de cuerpos muertos, se convierte en un símbolo del Prometeo moderno, quien, al igual que el titán griego, y a un gran costo, busca el conocimiento y el poder.

En este sentido, Frankenstein representa la dualidad de la naturaleza humana: Eros y Tanatos, vida y muerte, su capacidad para crear y su instinto destructor. La criatura, aunque horripilante en su apariencia, anhela amor y aceptación, reconocimiento ––su soberbio creador, a través de su ambiciono camino (conocimiento es poder), busca otra forma de ese mismo reconocimiento de los demás––, lo que provoca que el lector cuestione la esencia de la humanidad y la responsabilidad que conlleva la creación. Este dilema resuena en un contexto contemporáneo donde los avances científicos, desde la manipulación genética hasta la inteligencia artificial, plantean preguntas éticas sobre hasta dónde es aceptable llegar en la búsqueda del conocimiento, sin alterar la ley y el orden.

El sufrimiento de la creatura y su búsqueda de un lugar en el mundo reflejan la soledad y el aislamiento que cada individuo “diferente” puede llegar a experimentar dentro de una prejuciosa sociedad que a menudo juzga y excluye por las apariencias. Mary Shelley, siendo una mujer en un mundo dominado por hombres, ofrece una crítica al patriarcado de su época, sugiriendo que el verdadero monstruo no siempre es lo que se presenta físicamente, sino las actitudes y acciones que abandonan la empatía y el amor, la aceptación y el respeto al otro distinto. Quien rompe con la norma, con lo establecido, y “transgrede” la ley que es símbolo de poder, de autoridad, será castigado: Prometeo encadenado, al haber siquiera pensado en transgredir la ley divina.

Finalmente, “Frankenstein” es un símbolo eterno que sigue inspirando debates sobre las implicaciones de nuestras acciones, la ética científica y la responsabilidad moral. Las preguntas que plantea sobre la creación, la soledad y la búsqueda de identidad siguen siendo relevantes, convirtiendo la obra en un reflejo de las luchas humanas atemporales. Mary Shelley, a través de su indagación profunda en derredor de la condición humana, asegura que el eco de “Frankenstein” resuene por generaciones, desafiando a los lectores a confrontar sus propios miedos y prejuicios, dudas e interrogantes.

Lector acucioso y un apasionado de la ciencia ficción desde su inaugural y reveladora gran cinta La invención de cronos, de 1992, nuestro multipremiado realizador Guillermo del Toro (Guadalajara, 1961) tenía en el tintero desde hace muchos años este clásico de Mary Shelley, atraído desde niño por el “horror gótico”, una de las vías más fructíferas ––y obsesivas–– del romanticismo decimonónico. Quien ha asegurado que los monstruos tienen la respuesta a todos los misterios ––entiéndase aquí los grandes “mitos” clásicos––, en alguna ocasión aseguró haberse dedicado a lo que se dedica después de ver a la creatura de Shelley en el clásico cinematográfico del inglés James Whale, de 1931.

En este sentido, el Frankenstein de Del Toro (el guión es de su propia autoria) quiere ser y se manifiesta excesivo, desproporcionado, pantagruélico, subyugante y muy ajeno a cualquier norma establecida, en comunión con los propios escritores románticos ––desde el sturm and drang alemán–– siempre transgresores. Esencialmente subjetiva e interiorista,  la novela de Mary Shelley es en buena medida autobiográfica, como la propia película de Del Toro, quien ha confirmado que su Frankenstein es la más personal de sus cintas.

Con una fotografía impecable de Dan Laustsen, Del Toro divide su no menos respetuosa y a la vez libre lectura en dos partes y un prólogo, quizá de una manera  más clara que el propio original. La historia es contada por el hombre que acaba convertido en la más monstruosa de las creaturas y, acto seguido, por la creatura que esconde en su interior la herida de una inmortalidad que le condena, que le separa de la consciencia de su finitud, de la muerte, de la humanidad simplemente, como el propio Prometeo. Como en el Ulises de Homero, el acto de contar la historia es revivirla, recrearla, que en sí mismo constituye un acto de creación ––nuevo, autónomo e independiente–– a través del lenguaje.

Del Toro mantiene de igual modo que todo género cinematográfico ––y literario, y artistico–– es, por definición y esencia, político, pero también ético, y por ende, filosófico. ¿Qué puede ser más actual que una historia de monstruos que juegan a ser dios?, dice el cineasta. Desde el primer segundo, la película hace suyos cada uno de los preceptos que han guiado una forma de entender el cine que busca colocar al espectador ante la imagen cruda y desnuda de su propia indefinición, que es indefensión.  La idea es volver a ver lo mil veces visto y escuchar lo otras tantas veces escuchado, pero como si fuera la primera, porque nos llega a través de la óptica de un nuevo ser creador, que en última instancia también juega a ser dios.

Por eso, el Frankenstein de Del Toro, en su personal lectura del clásico de Shelley, es también único y novedoso, más tratándose de un creador talentoso y revolucionario como lo es el también artífice de otros ya clásicos como El laberinto del fauno y La forma del agua. Los personajes canónicos cambian, y, en algunos casos, de forma sobresaliente; se agigantan, se robustecen, porque el realizador usa, a plenitud y con toda su experiencia a cuestas, todos los atributos técnicos, que en su decantado oficio se ponen al servicio del quehacer cinematográfico en su más sublime veta artística. Los tres personajes neurálgicos están muy bien delineados, definidos, y los actores que les dan vida (Oscas Isaac, Mia Goth y Jacob Elordi) , en casting, si bien el de Elizabeth pareciera ser el que más sustancia humana encarna, más allá de que los otros dos extremos encarnen las antípodas que dan sostén al mito. Otros gransísimos histriones ya referenciales, como el igualmente premiado austriaco Christoph Waltz , le dan mayor sostén a una nómina actoral sólida y versátil, sumamente dúctiles en manos de un cineasta que además ha probado ser un estupendo conductor ––saca siempre lo mejor de ellos–– de actores.

A partir de un clásico ya atemporal, el Frankenstein de Guillermo del Toro nos demuestra cómo este orgullosamente mexicano gran realizador ha conseguido delinear una poética y un estilo ya muy definidos, inconfundibles, dentro de una tradición donde ya es posible reconocer su incuestionable originalidad. ¡Ahora entendemos por qué fue aplaudido de pie, por casi quince minutos, en la pasada edición del Festival de Venecia!