El fin de semana pasado asistí a la puesta en escena denominada “En Primera Persona”, una obra, que más allá de ser una producción artística es una denuncia pública y una herida abierta. Salí con un dolor que cuesta describir: dolor por México, por nuestro país roto, por nosotras y nosotros, por nuestras hijas e hijos que crecen bajo la sombra del miedo. No fue solamente una experiencia teatral; fue un recordatorio brutal de la vida cotidiana: la normalización de la desaparición forzada, del homicidio, del feminicidio, del secuestro. Un recordatorio de que en este país nada (ni la clase, ni la condición social, ni el origen, ni la ciudadanía) garantiza estar a salvo. Nada, ¡absolutamente nada!

Lo más devastador es comprender que esta tragedia no es patrimonio de un gobierno ni es monopolio de un partido político. Es una continuidad sin interrupciones. Una espiral que se profundiza. Una máquina que no se detiene. Desde la desastrosa y torpe guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón (ese acto tan absurdo como irresponsable que convirtió al país en un campo de batalla sin estrategia ni horizonte) hasta los gobiernos de Peña Nieto y López Obrador, pasando por todas las alternancias que se llenan la boca hablando de transformación o progreso, la realidad es terca y se impone: las violaciones graves a derechos humanos no disminuyen. Las fosas clandestinas no se vacían. Las desapariciones no cesan. La violencia no retrocede. Nuestro país entero es una fosa común. Esa es la verdad que se nos clava, que nos persigue, que nos atraviesa.

Las cifras duelen, pero las historias destrozan. A un hijo lo matan por 80 mil pesos. A una mujer la desaparecen por querer trabajar su tierra y ayudar a su comunidad. A un joven deportista le arrancan el futuro porque alguien decidió que su vida valía menos que una bala. A una madre soltera, joven y trabajadora, la matan y la destazan con una crueldad que ya ni siquiera escandaliza a autoridades entrenadas para ver sin ver. Las personas migrantes recorren el país con la esperanza como único escudo, atravesando territorios dominados por el crimen y por instituciones que no los protegen. En cada tramo alguien desaparece, alguien cae, alguien pierde a alguien.

Y todo esto ocurre mientras jefes de gobierno van y vienen. Gobernadores van y vienen. Presidentes van y vienen. Promesas van y vienen. La única constante es la violencia. Y lo que permanece (quizá lo más corrosivo) es nuestra piel cada vez más dura. La normalización. La indiferencia. La adaptación al horror.

Porque lo más grave no es solo que desaparezcan personas: es que como sociedad hemos empezado a actuar como si fueran objetos, números, estadísticas. Como si un cuerpo sin nombre en una fosa clandestina fuera inevitable. Como si una madre buscando a sus hijas e hijos tuviera que convertirse en experta forense, en investigadora, en excavadora humana, en ministerio público. Supliendo al Estado. Para que, además, al final del día esas madres buscadoras sean también criminalizadas o incluso víctimas del mismo delito.

Lo hemos permitido todo. Y lo hemos permitido porque hemos sido indiferentes, porque hemos sido espectadores. Y la indiferencia (esa que se disfraza de sobrevivencia, de pragmatismo, de “yo no me meto”) nos está matando.

La pregunta es: ¿hasta cuándo? ¿Qué más tiene que pasar para que esto cambie? ¿Cuántas investigaciones, cuántos informes, cuántas denuncias de colectivos de derechos humanos, cuántas puestas en escena más necesitamos ver “en primera persona” para sentir el golpe? ¿Cuántos testimonios más? ¿Cuántas madres marchando con los rostros de sus desaparecidos colgados al pecho?

No es un debate ideológico. No es izquierdas contra derechas. No es un tema de filias o fobias partidistas. Es un asunto de convicciones, de voluntad política, de mínima humanidad. Es dejar de hacernos tontos. Es enfocar nuestra indignación en lo único que realmente importa: las personas.

Es cierto que quienes gobiernan (todos ellos, desde hace décadas) se han acostumbrado a administrar la tragedia en lugar de enfrentarla. A justificar la inacción con estadísticas, discursos y tecnicismos. A culpar al pasado o a los otros sin asumir responsabilidades, sin intentar cambiar el horror. Pero también es cierto que quienes no gobernamos hemos permitido que el país se nos vaya de las manos sin exigir con la fuerza suficiente, sin unirnos, sin romper inercias. Hemos abandonado a las madres buscadoras, a los colectivos de búsqueda, a las y los defensores de derechos humanos, como si su historia no fuera la propia, como si México no fuera el país de todos, como si pudiéramos encapsular el horror.

La violencia es estructural, sí. El crimen organizado es poderoso, sí. La impunidad es casi absoluta. Pero ningún cambio será posible sin reconocer que también hay responsabilidad colectiva: en la indiferencia, en la resignación, en el miedo que paraliza, en el silencio que encubre, en la idea perversa de que “a mí no me va a tocar”.

Lo cierto es que ya nos está tocando. Nos toca todos los días. Nos toca en cada conversación, en cada noticia, en cada viaje con miedo, en cada explicación que tenemos que darles a nuestras hijas e hijos para que sepan cómo cuidarse, cómo sobrevivir. Nos toca en el exilio forzado de quienes migran porque no pueden garantizarles futuro a sus hijos en el país donde nacieron. Nos toca en las miles de historias que no alcanzamos a escuchar pero que existen, viven y duelen en silencio.

Y aquí está lo más duro: quienes migran no lo hacen solamente por oportunidades. A veces migran por miedo, para escapar de un país que, aun amándolo, no deja de doler. Para conservar la vida. Para darles opciones a quienes vienen detrás.

Por eso “En Primera Persona” no es solo una obra: es un reclamo, una denuncia pública y sobre todo un llamado a. Un espejo. Un recordatorio de que nos están matando y desapareciendo todos los días. De que las cifras no mienten. De que las historias nos atraviesan. De que, si no actuamos, la normalización terminará por consumirlo todo.

La pregunta entonces no es qué van a hacer los gobiernos. Es qué vamos a hacer nosotras y nosotros. Qué país queremos dejarles a nuestras hijas e hijos. Qué decisiones estamos dispuestos a tomar. Qué alianzas estamos dispuestos a construir. Qué exigencias estamos dispuestos a sostener. Qué pactos sociales vamos a romper para construir otros nuevos.

La indiferencia mata. Y nos está matando.

Es hora de alzar la voz, sí, pero también de actuar.

Porque México duele.

Y porque México —nuestro México— todavía merece futuro.

Les invito a ver, a vivir y a escuchar las voces de “En Primera Persona”, la de Nitza Paola Alvarado Espinoza (desaparecida en 2009 en Chihuahua por el Ejército), la de Samir Flores (indígena, campesino y defensor de la tierra, miembro del CNI. Asesinado en 2019 por oponerse al Proyecto Integral Morelos y a la termoeléctrica de Huexca), la  en Nancy Pineda Lacán (una de las 72 personas migrantes asesinadas por el crimen organizado en colusión con la policía en San Fernando Tamaulipas en 2010), la de Gerson Quevedo y su familia (desaparecido y encontrado sin vida en Veracruz en 2014), la de Jennifer Robles (una joven mujer asesinada en la Ciudad de México en 2013 en el llamado caso Heaven) y la de Claudia Uruchurtu (mujer desaparecida en Oaxaca en 2021). Y también les invito a contribuir para que todo México escuche estas voces. ¡Ojalá que la indiferencia se aparte y logremos despertar!