Caprichosa y voluntariosa, nada detuvo a Cristina para ejercer su libertad.
Ni siquiera el hecho de ser reina de Suecia.
Tengo sentimientos encontrados respecto a Cristina de Suecia (1626-1689). Por una parte, me entusiasma su espíritu independiente –“no puedo estar sujeta a dogmas ni me ceñiré a las ridiculeces que exige la sociedad”-, así como su erudición y su amor a las artes. Por la otra, me incomoda su escandalosa irresponsabilidad.
Si renunció a su trono porque estaba aburrida de someterse a asfixiantes protocolos o si lo hizo porque, siendo protestante, se convirtió al catolicismo, da igual: fue una pésima dirigente política. Pese a ello, su lucha por inventarse a sí misma y su determinación por no aceptar los valores que intentaban imponerle, la convierten en una mujer que, como pocas, es símbolo de libertad.
Fue hija de Gustavo II Adolfo -el hombre que modernizó Suecia y le dotó de identidad- y, cuando su padre murió, durante la Guerra de Treinta Años, quedó a merced de su madre, quien enloqueció al saberse viuda.
Fue Axel Oxenstierna, canciller del reino y estadista formidable, quien arrebató a la reina la custodia de la niña de 6 años y se encargó de educarla “como varón”, tal y como había dispuesto Gustavo II Adolfo. Así, Cristina no solo se sumergió en la filosofía, la pintura, la escultura, la arquitectura y la literatura sino en la equitación, la esgrima y hasta la artillería.
Como Oxenstierna se la pasaba negociando las condiciones de la paz fuera de Estocolmo, en cuanto Cristina fue coronada, a los dieciocho años, comenzó a participar activamente en el Consejo Real y a preguntarse por qué demonios tenían que asesinar a miles de personas para satisfacer las ambiciones de un puñado de políticos.
Las diferencias con el canciller no tardaron en aflorar. Primero, porque Cristina quería que hubiera paz y se acabara con una guerra que llevaba tantos años; segundo, porque no estaba conforme con las limitaciones que se le imponían a una reina (Oxenstierna pretendía establecer una monarquía constitucional) y, tercero, porque era admiradora ferviente de la cultura francesa, a despecho de la sueca.
Lo de la paz, lo consiguió en Münster y en Osnabrück, donde presionó al Consejo para rebajar las exigencias de Suecia. El final de la Guerra de los Treinta Años fue un mérito suyo. Donde las cosas no le salieron tan bien fue al defender su propia independencia: los consejeros no sólo insistían en imponerle una obligación tras otra sino en casarla. Los pretendientes hacían cola. “Se necesita más valor para casarse que para hacer la guerra”, bromeaba ella. Tenía aversión al matrimonio y pronto se le atribuyeron amoríos con la esposa de uno de los nobles.
También la sofocaba el luteranismo que primaba en su reino. Todo ahí era poco espontaneo, rígido, sórdido… No había sitio para la creatividad, la crítica, la vitalidad, la rebeldía. ¿Cómo iba a dedicarse a las artes y a las ciencias teniendo que presidir interminables consejos burocráticos, desvelándose para firmar permisos y certificando la formación de aquellos ejércitos que ella detestaba?
Con el apoyo del embajador de Francia, de los jesuitas encubiertos y de René Descartes, a quien invitó a su reino junto con otros artistas e intelectuales, Cristina se volvió católica y un día, de buenas a primeras, proclamó que renunciaba al trono.
Dado que el cardenal Mazarino se rehusó a mantenerla en Francia, comprometió a Carlos Gustavo -el príncipe a favor de quien abdicó- a que le garantizara una jugosa pensión. Apenas la aseguró, emprendió una gira por Europa con destino a Roma. Ya libre, gozaba disfrazándose de varón, comprando obras de arte, cometiendo todo género de extravagancias y divirtiéndose sin que nadie la amonestara. Para escándalo de los protestantes, juró obediencia al Papa.
Nunca renunció a su vida de lujos y siguió comportándose como monarca. Al cabo de los años, se le ocurrió que quería volver a ser reina, pero Suecia la rechazó. Tampoco se le quiso en Polonia, donde su amigo, el cardenal Azzolini, la impulsó inútilmente. En el interín, ella se regodeó con la amistad de Bernini, Scarlatti, Corelli y otros artistas.
Criticó acremente el expansionismo de Luis XIV de Francia y la intolerancia del Papa Inocencio XI, quien acabó retirándole la pensión que le había concedido. Pese a esto, se reconcilió pronto con él y, cuando ella murió, se autorizó que se le sepultara en San Pedro. Después de todo, ella era la más distinguida de las conversas. La Iglesia no iba a perder la oportunidad de presumirla.
Su vida resulta tan romántica, que se ha reinterpretado una y otra vez en novelas, cuadros y películas. De estas últimas, destaco la de Greta Garbo (1933), que imagina que renuncia al trono por su amor a un caballero español y Girl King (2015), en clave lésbica.


