Resulta difícil ver la película Agora (2009), donde la bellísima Rachel West da vida a Hipatia de Alejandría sin experimentar una viva simpatía por esta científica espectral. Espectral, porque ni siquiera conocemos la fecha exacta de su nacimiento ¿355? ¿370? Dado que murió en 415, es más probable que haya muerto a los 60 que a los 45.
Tampoco se conserva uno solo de sus libros, ni las innumerables glosas que realizó. Los retratos que se han imaginado de ella son tardíos. El rostro que figura en el óleo Hypatia (1885), de William Mitchell es un alarde de romanticismo y el que aparece en La escuela de Atenas (1512), de Rafael, podría ser el de ella… o el del propio Rafael. Aun así, no se me ocurre otra candidata que pueda competir con ella como precursora de la mujer en el ámbito científico.
Su nombre llegó hasta nosotros por la cantidad de personajes ilustres que citaron su trabajo: Teón de Alejandría, Sinesio de Cirene, Sócrates Escolástico y Juan de Nikiu, por citar a algunos. Por ellos sabemos que ella nació en Alejandría y que fue hija de Teón, último de los directores del Mouseión, aquella institución que, con su legendaria biblioteca y su Synodos de maestros -entre los que figuraron Euclides, Aristarco de Samos, Eratóstenes, Apolonio de Rodas y Herófilo-, fue la primera comunidad científica de la historia.
Por ellos sabemos, también, que Hipatia estaba obsesionada con el conocimiento. Quería desmenuzar el mundo, descifrarlo, clasificarlo, divulgar todo aquello que iba descubriendo. Desdeñó cuanto oliera a magia y a supercherías y se volcó hacia la astronomía, la aritmética y el álgebra, para medir el universo y calcular sus movimientos. A excepción de la medicina, cultivó todos los saberes de su época.
En su Canon astronómico, refutó a Ptolomeo y escribió amplios Comentarios a Diofanto, a las secciones cónicas de Apolonio de Pérgamo -parábolas y elipses-y hasta a Euclides. Diseñó, asimismo, tablas astrológicas, un astrolabio para determinar la posición de las estrellas en la bóveda celeste y un aparato para medir la densidad de los líquidos. Sus estudios fueron determinantes para que los saberes griegos alcanzaran el mundo árabe, primero, y Europa después; también, punto de partida para Copérnico, Kepler y Galileo.

Discípula de Plotino, cultivó el neoplatonismo, corriente que pretendía fusionar las ideas de Aristóteles con el gnosticismo (el hombre está sujeto a los vaivenes del destino, pero tiene una chispa divina que debemos cultivar) y el cristianismo. Consideraba que la realidad emanaba de un principio único, absoluto y común.
La doctrina se oponía a los placeres de la carne y suponía la abstinencia sexual. Hipatia ciñó su conducta a estos ideales. Cuando uno de sus alumnos le reveló cuánto le gustaba, ella le llevó un pañuelo empapado en su sangre menstrual y le preguntó si eso era lo que tanto le gustaba.
En cuanto a la tolerancia que suponía el neoplatonismo, los vientos que entonces soplaba en Alejandría -como los que soplan hoy en el siglo XXI- no le fueron propicios: se exigía que se tomara postura, que se declaran si se estaba del lado de “los buenos” o de “los malos”… y eso Hipatia no lo iba a hacer.
El prefecto imperial, Orestes, admirador y promotor de Hipatia, se hallaba enfrentado con Cirilo, el patriarca cristiano, un hombre tan ignorante como intransigente, convencido de que era dueño de la verdad. Se había dedicado a perseguir a todos aquellos que diferían de sus opiniones, acusándolos de paganismo. No tenía simpatía por Teodosio, el césar que entonces gobernaba en Constantinopla, ni por nada de lo que éste representara: el poder político debía estar subordinado al religioso, pontificaba.
Cuando Cirilo comenzó a incautar bienes de aquellos que no profesaba el cristianismo y echó a los judíos de la ciudad, Orestes lo desafió. Como respuesta, Cirilo armó a un ejército de monjes del desierto que apedrearon al prefecto.
Una tarde que Hipatia volvía de impartir sus clases, conduciendo ella misma su carro, los monjes de Cirilo la bajaron del vehículo, la desollaron y la descuartizaron. El asesinato convirtió a Cirilo en paladín de la fe y, poco después, se le canonizó y nombró padre de la Iglesia. En 2007, el Papa Benedicto XVI lo declaró defensor de la fe cristiana.
Tras la muerte de la científica, su nombre se idealizó. Provocó que novelistas y poetas, pintores y hasta cineastas, la convirtieran en mártir del fanatismo religioso, en heroína de la libertad de pensamiento y en símbolo del empoderamiento de la mujer. Un símbolo muy bien elegido, por cierto.

