En un contexto internacional peligroso, se desdibuja el diseño multilateral de paz y seguridad previsto en el Capítulo VII de la Carta de la ONU. Ahora, cuando hay confusión porque la globalización es una quimera y flaquean el orden y la justicia, la única certeza es que el poder se enseñorea en la misma proporción en que los valores y las instituciones liberales pierden vitalidad. Esta faceta trágica de la política mundial acredita que atrás está quedando la meta de emancipación solidaria visualizada en San Francisco en 1945. Confirma también que, en lo inmediato, aumenta la tendencia de los Estados nacionales a conducirse de forma oportunista y a alinearse en función de coyunturas, en detrimento de la anhelada congruencia principista. El momento es delicado porque, cuando se creía que finalmente el realismo Estado-céntrico se transformaría en beneficio de la liberación humana, en los hechos se retorna al estatismo y pierden prioridad la persona y sus derechos. Así las cosas, se erosiona la confianza entre democracias, se resquebrajan los espacios de cooperación entre el Norte y el Sur y toma fuerza la galopante anarquía global. Cierto, el diagnóstico es pesimista y da la razón al realismo político de Tucídides, Maquiavelo, Hobbes y Morgenthau, al tiempo que echa por tierra el normativismo racional de Locke, Grocio y Kant. En este caos, la paz y la seguridad pierden su carácter codependiente, se acrecienta la competencia desleal entre viejas y nuevas hegemonías y se diluyen los acuerdos que sustentan la idea de comunidad mundial. En consecuencia, la agenda se tensa porque los países se alejan de la concertación y destinan más recursos a la vigilancia y al armamentismo.
La sucesión de acontecimientos violentos en distintas latitudes, la erosión democrática y el autoritarismo de izquierda y de derecha, estimulan el aislacionismo y dan vida a la soberanía retrógrada, a esa que aísla al Estado del mundo, que no rinde cuentas y es complaciente con las decisiones verticales. En este mar de confusión, la Carta de la ONU se mantiene como referente del ideal posible, del anhelo de muchos pueblos por compartir la responsabilidad de proteger a las personas y hacer del Estado una entidad comprometida con la cooperación para el desarrollo sostenible. Desafortunadamente, el diagnóstico teórico y político de esta excepcional circunstancia aleja la apuesta por el cosmopolitismo y reafirma los perfiles más autoritarios del orden westfaliano. Nadie sabe lo que sigue, entre otras razones porque la precaria estabilidad heredada de la era bipolar es incapaz de administrar la interdependencia intensificada y de revertir la pobreza que trajo consigo el neoliberalismo. Es un hecho que, cuando el poder se ejerce de manera compulsiva y unilateral, la paz y la seguridad internacionales son rehenes de las identidades e intereses particulares de cada Estado, lo que se traduce en un riesgoso lazo entre poder y verdad, cuyo significado es subjetivo porque porque convalida la sumisión de muchos al poderío de pocos. En este teatro turbio y de regresiones, la perspectiva realista avanza con celeridad y perfila patrones emergentes de convivencia, donde la polarización y la guerra se erigen, cada vez con más frecuencia, como árbitros supremos. Porque los tiempos mutan y nosotros con ellos (tempora mutantur, nos et mutamur in illis), en la inédita coyuntura hay que pensar en modelos interestatales y supraestatales asertivos, que retomen lo mejor del idealismo liberal y sus instituciones, de tal suerte que el futuro pueda moldearse para bien de todos los pueblos.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.

