Por supuesto, nadie puede quedarse tranquilo después del asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Tampoco pueden dejar de plantearse las múltiples preguntas posibles acerca de este grave, gravísimo, hecho de violencia. La indignación es justa y hasta es válido decir que es necesaria. Si no hay indignación, no hay salidas para los mexicanos en el futuro. Quien no se indigne, es un cómplice moral.

Los indicios apuntan hacia las mismas fuentes generadoras de violencia, pero las ideas sobre lo que debe hacerse no son las mismas ni mucho menos. Abundan quienes se inclinan por enfrentar la violencia de los delincuentes con la violencia del Estado. También hay quienes opinan que lo conveniente es no hacer nada, para que los hechos pasen al olvido y los temores de la población comiencen a diluirse.

En una distinta orientación de opiniones, se dice que es necesario atender las causas, pero con acciones que vayan sobre lo que es urgente: restaurar el Estado de derecho en aquella entidad federativa.

En estos diez días, a partir de los hechos en la cabecera municipal de Uruapan, el gobierno del estado, en coordinación con las autoridades federales, han dado varios pasos adecuados para dar una respuesta a los delincuentes. Por lo pronto, se puede decir que no hubo ninguna clase de impunidad respecto a los ejecutores materiales y solamente —lo de solamente hay que manejarlo con mucho cuidado— falta ir a los autores intelectuales del crimen. Eso está bien, pero…

Con castigar a los culpables -justamente por supuesto-, solamente se resuelve parte del problema. El delito es atractivo y los delincuentes muy pronto encontrarán sus reemplazos. Si el escenario es propicio, la delincuencia va a multiplicar sus brazos o sus cabezas y pronto se repetirán los eventos criminales.

Parece una obviedad y ciertamente es obvio porque las raíces de la ilegalidad son profundas y los detonantes son múltiples. Como si faltaran complicaciones, la fuerza del Estado, cuando se aplica solamente en un espacio determinado, genera el llamado “efecto cucaracha”: la diáspora violenta. Por eso mismo, lo único que puede, y debe, resolver los problemas de inseguridad es la acción -a fondo y permanente- en términos sociales.

Por eso es importante, y seguramente efectivo, el recurso a utilizarse en Michoacán, en sus diversas regiones. Este recurso, este camino, es el de atender los problemas sociales que constituyen el entorno propicio para producir y reproducir las conductas que, por lo menos, nos deben indignar.

Las carencias de vivienda, de medicinas, de alimentos, de empleo digno y de elementos tan simples como el agua potable, la energía eléctrica y un piso que no sea de tierra, forman un escenario atractivo para la violencia y las agresividades.

Mejorar los caminos es un recurso esencial para que pasen por ahí los frutos del esfuerzo institucional. Mejorar la educación y la salud creará mejores ciudadanos para seguir dentro de mejores causas. La falta de empleos es el factor principal de malestar que hasta podía ser una explicación -no una justificación- para las peores situaciones.

Parece que en Michoacán se ha retomado el camino correcto. De sus ejecutores directos va a depender si se mejoran las condiciones de vida para cientos de miles de michoacanas y michoacanos o, de plano, se consolida la desesperación como el ánimo vigente. Junto a la indignación, debe llegar la valoración objetiva de las acciones institucionales.

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