La propuesta para modificar el artículo 35 constitucional y adelantar la revocación de mandato presidencial a 2027, empalmándola con las elecciones intermedias, locales y judiciales, confirma una tendencia preocupante: en México, los mecanismos de participación ciudadana directa están siendo utilizados no para equilibrar al poder, sino para fortalecerlo. Lo que en las democracias sirve para exigir cuentas se está convirtiendo, aquí, en manos del partido gobernante, en un instrumento para construir ventajas políticas anticipadas y manipular la competencia electoral.

La revocación de mandato, concebida como una herramienta excepcional para que la ciudadanía pueda remover a un mal gobierno, nació en México deformada. La primera experiencia, impulsada por López Obrador en 2022, fue en realidad un ejercicio de ratificación disfrazado de participación ciudadana: fue el presidente promoviendo su propia revocación para reafirmar su liderazgo.

Hoy se pretende repetir esa lógica, pero con una maniobra más amplia: empatar la revocación con la elección federal, con múltiples comicios locales y, por primera vez, con la elección judicial de 2027. El efecto es evidente: activar anticipadamente la maquinaria electoral del Estado y convertir la popularidad presidencial en un motor de arrastre a favor de las candidaturas del oficialismo. Esto no solo distorsiona el sentido de la revocación, sino que contamina la equidad de la contienda democrática.

Lo que se vende como eficiencia o “ahorro” es, en realidad, un ajuste estratégico que altera las reglas del juego democrático a la mitad del partido. Y no es la primera vez que ocurre. Para entender a fondo por qué la propuesta actual desvirtúa la democracia participativa, conviene regresar a 2022, cuando México vivió su primer ejercicio de revocación de mandato.

El 10 de abril de 2022 se realizó por primera vez en México un proceso de revocación de mandato presidencial. Debió ser un ejercicio histórico de control ciudadano. En teoría, todas y todos los mexicanos mayores de 18 años, con credencial para votar vigente, podían decidir sobre la continuidad o la remoción anticipada del presidente Andrés Manuel López Obrador. La boleta presentó una pregunta que fue motivo de intensos debates e impugnaciones, incluso ante la SCJN: ¿Estás de acuerdo en que se le revoque el mandato por pérdida de la confianza, o que siga en la Presidencia hasta que termine su periodo?

Aquella polémica pregunta ya insinuaba una distorsión: convertía el mecanismo ciudadano para remover a un gobernante en un referéndum emocional de apoyo o permanencia. Pero quizá el mayor síntoma de deformación se vivió antes del ejercicio: el debate público no era sobre evaluar al gobierno, sino sobre si había que votar o abstenerse. La polarización alcanzó niveles absurdos. Se dijo de todo: que era una “simulación”, un “acto de propaganda”, un “fraude conceptual”, un “mecanismo de provocación”, o una oportunidad para “ratificar” al presidente.

Gobierno y Morena llamaban a participar; la oposición llamaba a abstenerse. ¡Un mundo al revés!

En ese momento, me resistí a escribir del tema, no por falta de interés, sino porque la discusión estaba secuestrada por la estridencia. Pero lo esencial era —y sigue siendo— que la revocación de mandato es un derecho ciudadano, parte del catálogo constitucional de participación democrática. Y que, más allá de filias o fobias, la pregunta central debió ser otra: ¿qué hacemos, como ciudadanía, con un instrumento democrático en nuestras manos?

En 2022, quien impulsó la revocación no fueron ciudadanos inconformes con el gobierno, sino el propio presidente y sus simpatizantes. Un mecanismo creado para quitar a malos gobernantes fue usado, paradójicamente, para confirmar el mandato del titular del Ejecutivo. La Constitución no contempla mecanismos de ratificación; por ello, especialistas señalaron que se trataba de un proceso “en fraude al pueblo”, un juego de espejos donde se simulaba un medio de control cuando en realidad se buscaba reforzar el apoyo al presidente.

Aun así, el INE —bajo ataques y con presupuesto reducido— cumplió con su deber y realizó la consulta. Los resultados no fueron vinculantes: apenas participó el 17 por ciento del electorado, muy lejos del 40 por ciento necesario. Un dato clave que hoy explica la prisa del oficialismo por empatar la revocación con otros procesos: sin incentivos adicionales, la ciudadanía no acudió.

La nueva propuesta pretende adelantar la revocación para celebrar, en una sola jornada, la elección federal, las elecciones locales, la elección judicial y la revocación presidencial. La explicación oficial —un supuesto “ahorro” de 5 mil millones— no está sustentada en ningún estudio técnico. No hay dictamen del INE, proyección presupuestal ni metodología transparente que lo respalde.

La verdadera motivación es política: activar toda la maquinaria electoral del Estado, movilizar bases, y aprovechar la popularidad presidencial como factor de arrastre en la elección más grande de la historia. Así, bajo el pretexto de eficiencia, se coloca a la presidenta Sheinbaum en la boleta, con lo que inevitablemente se inclina la cancha a favor del partido gobernante. Esto adquiere un matiz aún más delicado cuando recordamos que 2027 incluirá también la segunda parte de la elección judicial en la historia del país: jueces y magistrados serán elegidos en un entorno saturado por propaganda presidencialista.

El costo no puede ser excusa. La democracia no es un ejercicio contable; es un conjunto de principios. Organizar elecciones cuesta, proteger derechos cuesta, mantener instituciones autónomas cuesta. Lo que no podemos permitir es que la narrativa del ahorro sirva para justificar cambios que benefician a un partido político y vulneran el equilibrio constitucional.

Modificar el calendario electoral a mitad del sexenio es grave por sí mismo; hacerlo para beneficiar al partido mayoritario es abiertamente antidemocrático. Las reglas del juego deben estar claras, fijas y blindadas contra el impulso de la mayoría para modificarlas según sus intereses coyunturales. Las reglas del juego no pueden modificarse en función de la conveniencia del gobierno. Mucho menos cuando dichos cambios afectan la esencia misma del equilibrio democrático: la separación entre participación ciudadana auténtica y propaganda del poder.

Las democracias que se han deteriorado en las últimas décadas comparten un patrón: los gobiernos mayoritarios utilizan mecanismos de participación directa —referéndums, consultas populares, ejercicios de revocación— como herramientas de legitimación política. Se invoca al pueblo, pero se controla a la ciudadanía. Diversos estudios sobre regresión democrática muestran una constante: los gobiernos con vocación hegemónica manipulan mecanismos de participación directa para legitimarse, no para rendir cuentas. Se apela a “la voluntad del pueblo” para justificar decisiones concentradoras de poder. La participación ciudadana debería ampliar el poder de las personas, no reforzar el del gobierno; debería ser un límite al poder, no un instrumento del poder para ampliarse.

México hoy se encuentra ante ese riesgo; y así como en 2022, la revocación se convirtió en ratificación; en 2027, amenaza con convertirse en maquinaria electoral.

La pregunta no es si podemos ahorrar en democracia, sino si estamos dispuestos a sacrificar equidad electoral y estabilidad institucional para obtener un ahorro inventado.

En suma, adelantar la revocación de mandato a 2027: distorsiona la naturaleza constitucional de la figura, favorece al partido gobernante, condiciona la independencia judicial, confunde propaganda con derechos, manipula el voto ciudadano, y erosiona los contrapesos republicanos.

La revocación de mandato es un instrumento democrático cuando sirve para controlar al gobernante. Pero cuando el gobernante la modifica para controlar al electorado, deja de ser participación y se convierte en manipulación.

Por eso debemos decirlo con absoluta claridad: ¡modificar la constitución para adelantar la revocación de mandato no es por un tema de ahorro; es un tema de control político! No es participación, es propaganda. No es democracia, es retroceso.