Sin ser rusa, Catalina II convirtió a su nación en
una potencia política, militar y cultural
Cuando la princesa alemana Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst-Dorburg se casó con Pedro, heredero al trono de Rusia, tenía catorce años. Nunca imaginó que llegaría a convertirse en una de las mujeres más poderosas e influyentes de la historia. Pasaría a ella con el nombre que adoptó y más tarde fue adornado: Catalina “La Grande” (1729-1796).
Apostó a que su refinada educación y su excelente francés le servirían para abrirse paso en la corte de aquel país y, aunque le granjearon la simpatía y respaldo de la zarina Isabel, no fueron suficientes para hacer frente a su flamante marido, sobrino de la zarina, al que la propia Isabel había designado sucesor: el futuro Pedro III era un imbécil.
Se la pasaba jugando con soldaditos de plomo y, en una ocasión, ahorcó a una rata porque -anunció- la había hallado culpable de alta traición. Cuando algo le disgustaba, sacaba la lengua y arrojaba objetos contra la pared. Era grosero y prepotente.
¿Ese iba a ser el zar de Rusia? Como no embarazaba a su mujer, la zarina aconsejó a Catalina buscar un amante, lo cual ella hizo ni tarda ni perezosa. Siempre rebosó sensualidad y tuvo a sus pies a cuanto varón le atrajo. Según se rumoreaba, acabó casándose en secreto con Grigory Potemkin, su predilecto.
Cuando Isabel doblegó a los ejércitos de Federico de Prusia y su ejército estaba a punto de aniquilar al reino entero… la zarina murió. En lugar de consolidar la victoria de su tía, el nuevo zar ordenó que los vencedores se retiraran para no perturbar a Federico, a quien él admiraba. Peor aún: ordenó que se devolvieran al prusiano las tierras conquistadas.
Esto resultó demasiado para el ejército y los generales rusos, que habían sacrificado las vidas e integridad de sus soldados. Sobre todo, para Gregory Orlov, amante de Catalina a la sazón. Él y sus hermanos proclamaron a Catalina emperatriz y, luego, asesinaron a Pedro. Los siguientes 34 años, ella sería el centro de la vida política de Rusia, nación a la que convirtió en interlocutora imprescindible en el panorama internacional.
Lectora de Voltaire y Diderot, creía en las ideas de la Ilustración. Se hizo asesorar por distinguidos intelectuales e invitó a científicos, escritores, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de Europa entera para rodearse de saber y belleza. Promovió la tolerancia religiosa y logró que se inoculara a miles de rusos contra la viruela. Para dar confianza a su pueblo, ella y su hijo Pablo fueron los primeros en inocularse.
Su afán de modernizar la llevó profesionalizar la administración pública. No quería soldados, jueces, ni burócratas improvisados. Instauró una Comisión Legislativa para unificar las leyes e impulsó una labor educativa y cultural sin precedentes: financió decenas de escuelas en las provincias, fundó la Escuela Médica para mujeres, inició la colección artística que acabaría convirtiéndose en el Museo del Hermitage y dio estatus imperial al ballet.
Este afán la condujo, asimismo, a conquistar nuevos territorios: arrebató el Mar Negro al Imperio Otomano y, en 1783, se apropió de Crimea, apropiación que, en nuestros días, pretende revindicar Vladimir Putin, aunque sin el genio y la visión de Catalina.
Aunque la zarina buscó mejorar las condiciones de vida de su gente, acabó repartiendo tierras sólo entre los nobles que le eran leales, avalando los abusos que cometían contras sus siervos. De acuerdo con algunos historiadores, esto constituyó un fracaso.
Otro, la violenta represión que ejerció contra Pugachev, un campesino iluminado, que aseguró ser Pedro III. Dirigió a más de cien mil campesinos contra Catalina y, ante la rebelión, ella no mostró transigencia ni compasión.
Pero el mayor de sus fracasos fue, sin duda, Pablo, su hijo. Se decía que éste no era de Pedro sino de alguno de sus amantes. Era tan tonto, sin embargo, que debió ser hijo de su marido. En cuanto Catalina murió, Pablo ordenó que se enterrara a su madre al lado de su padre y prohibió que las mujeres pudieran volver a ocupar el trono de Rusia.
Ambiciosa, inteligente, apasionada y déspota, Catalina ha inspirado novelas, obras de teatro, películas y series de televisión. Actrices como Marlene Dietrich, Julia Ormond, Helen Mirren y Catherine Zeta-Jones la han representado con mayor o menor fortuna.
“Todo lo que deseó, lo obtuvo”, escribió Henry Troyat en la que, desde mi punto de vista, es la más entrañable biografía de esta formidable mujer: “Quiso encarnar a Rusia, pese a que por sus venas no corría ni una gota de sangre rusa y esta hazaña es, quizás, su éxito más extraordinario”.
