El ‍10 de diciembre no es un día para recordar ni para hacer un ejercicio de nostalgia por ese gran pacto que la humanidad firmó en 1948 para no permitir que la barbarie volviera a repetirse. Es, en nuestro México, un triste recordatorio de cuánto hemos retrocedido en materia de derechos humanos, de cuánto se ha degradado el Estado y de cómo la dignidad humana (precisamente esa que debería ser el punto de partida de la política) ha sido atropellada por la impunidad, la negligencia y la desfachatez del ‍‍‌poder.

Si algo deberíamos reconocer hoy es que el país vive una crisis de derechos humanos que ningún discurso oficial puede maquillar. Es una crisis estructural, sostenida y documentada, pero sobre todo normalizada, que es quizá el síntoma más alarmante: lo insoportable se volvió rutina, y la indignación colectiva parece haber sido sustituida por una resignación que solo beneficia a quienes gobiernan sin rendir cuentas.

Los números no mienten, aunque el poder busque reinterpretarlos a su favor. De acuerdo con el informe A quienes nos faltan: Datos para encontrarlos (2025), de Data Cívica, para julio de este año, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas acumulaba 370,198 reportes históricos, de los cuales 131,243 personas continuaban sin ser localizadas. Solamente entre 2023 y 2024 se registró a 9.5% más de desaparecidos, y el año 2024 terminó con 34,921 personas reportadas como desaparecidas, 38% de ellas sin localizar.

Lo más terrible de todo es que estos números —que ya de por sí son un desastre— son una mentira a medias: la ENVIPE estima que en México desaparecen 2.7 veces más personas de las que el Estado reconoce de manera oficial. Estamos, entonces, ante una tragedia que ni siquiera sabemos cuántas personas ha cobrado porque el propio Estado no documenta, no actualiza y, a veces, ni siquiera denuncia la desaparición de alguien.

Pero, además, los números revelan otra cosa: faltan personas, claro, pero también nos dicen quiénes importan al Estado y quiénes no. El aumento más dramático han sido las desapariciones de niñas y adolescentes —las que hoy por hoy ya son 59 veces más que en 2006—.

En lugares como Tamaulipas, Sinaloa, Colima o Zacatecas, la probabilidad de que te desaparezcas es aterradoramente alta. Y mientras que 78% de las mujeres desaparecidas son localizadas con vida, menos de la mitad de los hombres corren la misma suerte. En ciertos estados, como Tabasco, una de cada tres personas desaparecidas nunca es encontradas. El mapa del terror no es casualidad: tiene que ver con cárteles que actúan con total impunidad, con autoridades que se hacen de la vista gorda y con instituciones que no pueden —o simplemente no quieren— cumplir con su deber.

No basta decir que son más de 130 mil personas desaparecidas. Lo verdaderamente atroz es que esa tragedia se gestiona desde escritorios donde la muerte y la ausencia son estadísticas manipulables. Se empujan registros, se ajustan metodologías, se inventan discursos: pero lo que no se hace es buscar. Las madres buscadoras son quienes han cargado el país sobre los hombros mientras las instituciones miran hacia otro lado. Eso no es solo fracaso institucional, sino es un deliberado abandono institucional.

La violencia sexual sigue la misma lógica de indolencia, abandono y desprotección. Crece, se extiende, se agrava, pero cada vez se denuncia menos. ¿Por qué? Porque las víctimas saben que denunciar puede significar revivir la violencia, enfrentar la indiferencia, ser culpabilizadas o, simplemente, no obtener justicia. En México, denunciar es a veces más riesgoso que callar. ¿Qué tipo de Estado produce ese mensaje? Uno que renunció a proteger y decidió administrar la impunidad como política pública.

Y mientras tanto, opinar se ha vuelto caro. En México, decir la verdad es una actividad de alto riesgo. El país continúa entre los más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, y el hostigamiento contra voces críticas se ha normalizado como estrategia de gobierno. Quien incomoda al poder es difamado, perseguido, espiado o ridiculizado desde las tribunas oficiales. No hay colores ni partidos que se salven: la tentación autoritaria es transversal y profundamente latinoamericana.

Porque hay que decirlo con claridad: México no es una excepción regional; es un caso emblemático del deterioro democrático que vive América Latina. Gobiernos de todos los signos comparten la misma pulsión: controlar la protesta, desactivar a la sociedad civil, debilitar a los contrapesos y convertir la crítica en un delito político. Defender derechos humanos, investigar corrupción, proteger el territorio o denunciar violencia es, hoy, una actividad que puede costar la libertad o la vida.

En este contexto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos parece un recordatorio incómodo, casi subversivo. Estableció que ninguna persona puede ser tratada como prescindible, que los derechos no son favores y que la justicia no es un gesto de buena voluntad. Setenta y siete años después, México está más lejos que nunca de cumplir esa promesa.

Lo más grave no es el diagnóstico —que ya conocemos de memoria— sino la erosión institucional que lo vuelve irreversible. Órganos autónomos paralizados o desmantelados, contrapesos debilitados, una justicia utilizada políticamente, procedimientos técnicos ignorados y autoridades que personalizan la crítica. La destrucción institucional no es un accidente: es un proyecto. Y ese proyecto tiene consecuencias brutales.

Instituciones debilitadas significan feminicidios sin investigar, desapariciones sin búsqueda, periodistas sin protección y comunidades enteras expuestas a redes criminales mientras el Estado observa, niega o justifica. No es falta de recursos ni de diagnósticos ni de leyes. Es falta de voluntad. Es un modelo de ejercicio del poder que se beneficia de la desinformación, del cansancio social y del miedo.

La pregunta incómoda —pero necesaria— es quién sostiene al país cuando el Estado no lo hace. Y la respuesta es siempre la misma: las madres buscadoras, las colectivas feministas, las periodistas, las comunidades indígenas, los defensores del territorio. Son ellas y ellos quienes cargan sobre sus espaldas la dignidad mínima que este país aún conserva. Pero no es sostenible que la defensa de los derechos humanos dependa del sacrificio personal de quienes ya han pagado demasiado alto el precio.

Conmemorar el 10 de diciembre no sirve si no nos preguntamos por qué nos hemos alejado tanto de la promesa de 1948. Cada derecho ignorado se convierte en una injusticia futura. Y en México, esa factura la pagan siempre los mismos: mujeres, niñas, jóvenes, migrantes, comunidades pobres, quienes viven en territorios capturados por la violencia o por la negligencia estatal.

La impunidad no es un fenómeno inevitable: es una decisión política. Y mientras esa decisión no cambie, la crisis se profundizará. No basta recordar la Declaración Universal ni citar la Constitución. No basta anunciar leyes que nadie cumple ni programas que nadie evalúa. Lo que México necesita —y lo necesita ya— es que quienes detentan el poder entiendan que no hay democracia posible mientras se tolere la desaparición, la violencia sexual, la censura y el abandono institucional.

El Día Internacional de los Derechos Humanos no puede ser un acto decorativo. Es un llamado urgente a reconstruir instituciones, recuperar la verdad, garantizar justicia y colocar la dignidad humana en el centro de la vida pública. Es una interpelación directa al poder, pero también a la sociedad: la normalización nos está destruyendo.

Si algo debe recordarnos este 10 de diciembre es que ningún país puede aspirar a llamarse democrático mientras tolere que más de 130 mil personas permanezcan desaparecidas, mientras las mujeres tengan miedo de denunciar, mientras las voces críticas sean atacadas y mientras las víctimas deban elegir entre sobrevivir o buscar justicia.

La Declaración Universal nació para poner límites al horror. Hoy, México enfrenta la obligación histórica de honrar esa promesa. No podemos permitir que el futuro se escriba sobre ausencias, silencios y cuerpos violentados. La dignidad humana no admite aplazamientos. Decirlo con todas sus letras, en este momento político, es un acto de defensa. México necesita recuperar la verdad, la justicia y las libertades que el poder ha ido erosionando. Sin eso, no hay país posible.