La renuncia de Alejandro Gertz Manero como fiscal general de la República no es la buena noticia que algunos celebraron con alivio, ni la señal de renovación que el gobierno ha querido vender. Es, más bien, la confirmación de una verdad que nadie en el poder parece dispuesto a admitir: la justicia en México no sólo está enferma, está vacante. Se va un hombre, sí, pero permanece un modelo de procuración desfondado, incapaz de investigar, renuente a rendir cuentas, sometido históricamente al poder político y desconectado de las víctimas.

La salida de Gertz no clausura una era: exhibe de manera descarnada el fracaso de un diseño institucional que nunca ha servido a quienes claman justicia, pero sí ha servido (con precisión quirúrgica) a quienes buscan impunidad.

En estos años la Fiscalía General de la República operó como un archipiélago de ocurrencias: investigaciones que no comenzaban o comenzaban mal, casos emblemáticos congelados por razones políticas, sentencias que nunca llegaron, presiones ilegítimas, filtraciones oportunistas, uso faccioso del derecho penal y una autonomía constitucional degradada al rango de eslogan. Nada de esto es novedad. Lo novedoso es el grado de deterioro que alcanzó la institución bajo el mando de un fiscal que convirtió a la FGR en su oficina personal y al país entero en una colección de expedientes disponibles para premiar lealtades o castigar disidencias.

Gertz no renunció por su ineficacia (que era enorme), ni por sus abusos (que eran evidentes), ni por la presión social (que fue consistente). Renunció (o más bien lo invitaron a renunciar) porque dejó de ser útil al poder. Porque su permanencia ya no abonaba al proyecto político que lo sostuvo. Porque continuarlo implicaba un costo que la nueva administración no quiso asumir. Su salida no fue un acto de responsabilidad institucional, sino una negociación. Un cierre de ciclo administrado con la misma opacidad que definió su gestión. Nada sorprendente en un sistema que protege a sus operadores, no a sus víctimas.

Pero el verdadero problema no es el hombre que se fue, sino la Fiscalía que dejó. Una institución encapsulada, vertical, punitiva para los débiles e indulgente para los poderosos; una institución donde la víctima es un estorbo, no el centro; donde la coadyuvancia se tolera sólo cuando no incomoda; donde el litigio estratégico desde la sociedad civil se percibe como amenaza, no como contrapeso; donde la transparencia es un acto excepcional; donde la impunidad es estructural. Por eso, cuando algunos analistas se apresuraron a interpretar la renuncia como el inicio de una transformación, el diagnóstico quedó corto: la silla puede estar vacía, pero el sistema sigue igual de roto.

La ruta del relevo confirmó esta continuidad. Lejos de abrir un proceso serio, participativo, competitivo y transparente, el gobierno y su mayoría legislativa optaron por un procedimiento exprés: seis días para sustituir a la persona titular de la FGR, una terna a modo y un desenlace escrito antes de que el Senado sesionara. No se trató de elegir a la mejor persona para reconstruir una institución devastada, sino de consolidar un control político ya anticipado desde la campaña presidencial.

Y así fue como el 3 de diciembre, con 97 votos (87 del oficialismo, seis de MC y cuatro del PAN), Ernestina Godoy fue designada fiscal general de la República para los próximos nueve años. No sorprendió. Desde la renuncia de Gertz, su nombre era el destino anunciado. Lo sorprendente, fue la decisión de una parte de la oposición de avalar este teatro legislativo, de entregar votos a una designación sin contrapesos, sin exigencias mínimas, sin debate público. Ni siquiera intentaron impulsar una reforma al modelo, defender perfiles técnicos o, mínimamente, denunciar la simulación. La llegada de Godoy podía ser inevitable. La renuncia de la oposición a su deber constitucional, no.

La designación vino acompañada de una narrativa cuidadosamente elaborada: Godoy como “fiscal de principios”, como “mujer de trayectoria”, como “garante de derechos”, como “servidora pública con firmeza ética”. En su discurso de toma de protesta, la nueva fiscal afirmó que su misión será combatir la impunidad “con inteligencia y con humanidad”, construir una Fiscalía “moderna y confiable”, priorizar a las víctimas, erradicar la tortura y profesionalizar al personal. Dijo también que “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, y subrayó la necesidad de coordinación entre órdenes de gobierno para enfrentar al crimen.

Las palabras fueron buenas. Las promesas, correctas. El discurso, pulido. Pero el contraste con su trayectoria es inevitable. La Ernestina Godoy que habló de ética y transparencia es la misma que, desde la Fiscalía capitalina, toleró niveles de impunidad cercanos al 99% en delitos de alto impacto; la misma que participó en el uso faccioso del aparato penal contra Alejandra Cuevas para proteger a Gertz; la misma que enfrentó señalamientos por espionaje político; la misma que no logró consolidar una política criminal basada en evidencia; la misma que, pese a los discursos sobre feminicidios, dejó carpetas estancadas y protocolos deficientes.

¿Es esa la fiscal que reconstruirá la FGR? ¿Es esa la fiscal que enfrentará casos sensibles que involucran a actores de Morena? ¿Será ella quien reactive expedientes como el huachicol fiscal, Rocha Cantú o La Barredora, o será quien los archive con la discreción conveniente? La pregunta no es capciosa. Es estructural. Una fiscalía que congela expedientes según la conveniencia del Ejecutivo no es autónoma: es un brazo más del poder.

Sería ingenuo pensar que un discurso inaugura una etapa distinta cuando el diseño institucional sigue reproducido por los mismos incentivos, los mismos controles y las mismas inercias políticas. Procurar justicia en México es, en sí mismo, un acto político en el que se conjugan fuerzas desiguales: un país con más de 110 mil personas desaparecidas; un sistema que resuelve menos del 2 por ciento de los delitos; laboratorios forenses rebasados; fiscalías estatales incapaces de coordinarse; mecanismos de atención a víctimas que funcionan como simulación burocrática; y una población que se enfrenta a la violencia con la certeza de que la justicia no llegará. Procurar justicia no es una tarea técnica: es un desafío civilizatorio. Y quien encabece la Fiscalía debe saberlo no sólo en el discurso, sino en la práctica.

México no necesita una fiscal fuerte. Necesita una Fiscalía fuerte. Una institución despersonalizada, profesional, independiente del Ejecutivo, transparente, sometida al escrutinio ciudadano, basada en evidencia y comprometida con estándares internacionales en desaparición, tortura y violencia de género. Necesita romper con la cultura del “expediente político”, del “carpetazo útil”, del “uso penal para disciplinar adversarios”. Necesita reconstruirse desde el fracaso, no desde la comodidad del poder.

Pero el escenario actual apunta en la dirección contraria. Hoy, el grupo político en el poder controla la totalidad del aparato de procuración y administración de justicia: fiscales, policías, jueces, tribunales. Es un poder sin contrapesos reales. Y en ese contexto, la promesa de independencia suena más a consigna que a posibilidad. Se acabaron los pretextos. La 4T tiene todo para garantizar justicia. Si la impunidad continúa (y hay razones para pensar que continuará), ya no habrá forma de atribuirla al pasado.

La salida de Gertz abrió una puerta pequeñísima, frágil, pero existente. La llegada de Godoy pudo haber sido el inicio de una reconstrucción institucional. Pero la forma en que fue designada, las omisiones del Senado, la renuncia de la oposición a su papel, la trayectoria previa de la nueva fiscal y la concentración absoluta de poder indican otra cosa: no estamos ante un cambio. Estamos ante un reciclaje con vocación de permanencia.

Y así, mientras las víctimas siguen esperando, mientras la violencia se normaliza, mientras los expedientes se archivan, mientras los operadores políticos ascienden, mientras el discurso sustituye a la justicia, la pregunta vuelve a instalarse con fuerza devastadora: ¿dónde está la justicia?

Porque, por ahora, y pese a las palabras, los nombramientos y las narrativas triunfalistas, la justicia en México sigue exactamente dónde estaba antes de la renuncia de Gertz Manero: vacante.