A nivel mundial, gana terreno el pensamiento neorrealista en la teoría y práctica de las relaciones internacionales. Así lo acredita el voluntarioso apego de algunos gobiernos al modelo de Estado que impuso la paz de Westfalia (1648) y a su asociación natural con el poder. Útil para promocionar los intereses económicos y militares de actores hegemónicos, dicho modelo se aleja de las normas e ideas liberales y neoliberales que dieron fisonomía al orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra fría, respectivamente. En efecto, la incapacidad de dicho orden para responder a los retos de hoy, propicia que los Estados dejen de sentirse obligados a contenerse y se dediquen a servir a sus propios intereses. El resultado es evidente: crecen el aislacionismo y el unilateralismo, se adelgaza la solidaridad y los gobiernos, no todos, ejercen el monopolio de la violencia (¿legítima?) para cohesionar a sociedades que ven como construcción artificial.
Hay quienes sostienen que el Estado es mucho más que poder, ya que contiene a la nación; de ahí la denominada “razón de Estado”. Los que así discurren estiman que la denominada realpolitik (política realista) muta el honor, gloria y poder del Estado westfaliano por el bienestar de los gobernados, lo que se traduce en una idea clara del interés nacional. Esta fue la columna vertebral del Estado que se generalizó y consolidó después de 1945, con base en las tesis del liberalismo francés. Se trató de un Estado que se presentó como benefactor y facilitador de la vida social, según postulaba el New Deal de Franklin Roosevelt. Al amparo de dicha argumentación, se desarrolló la administración (pública) para atender con neutralidad necesidades colectivas y facilitar el ejercicio equilibrado del poder, a través de instituciones comprometidas con la gente. Desafortunadamente, ya no ocurre así. La corta luna de miel que siguió a la caída del Muro de Berlín y las fallas (en algunas cosas sí y en otras no) del neoliberalismo, han propiciado que germine la semilla neorrealista, con el riesgo que conlleva para la buena política y la paz universales.
El neorrealismo desprecia la interlocución plural con los actores que integran el Estado. Debido a ello, este explora vías de comportamiento burocrático, donde la autoridad pierde su horizontalidad en beneficio de decisiones que coartan la soberanía popular y generan incertidumbre y temor entre los gobernados. En la medida en que el neorrealismo avanza, aumenta el riesgo de que los Estados violen la ley, eliminen mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, cercenen la vida democrática y coarten la libertad de expresión que deberían garantizar. Llegados a este punto, el sentido común señala la urgencia de que sea revitalizado el sistema internacional de reglas establecido por el orden liberal de la posguerra. La meta es evitar retrocesos sociales y abatir las expresiones de dominación unilateral y hegemónica de algunas naciones en detrimento de otras, por el riesgo que ello plantea a la estabilidad global. Esta disyuntiva, que domina discusiones académicas y políticas desde hace ya casi cuatro décadas, es precisamente la que derivó en el experimento neoliberal, es decir, en una estrategia que buscó actualizar al mencionado modelo liberal y sus instituciones, en el espíritu de la Carta de Naciones Unidas. Lamentablemente, la concentración de la riqueza que generó y su inhabilidad para impulsar el desarrollo, abrieron la puerta a los enfoques neorrealistas que hoy, de otra forma, atentan contra la intención de constituir sociedades libres (Affectio societatis).
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.
