La aprobación acelerada de las reformas a la Ley de Aguas Nacionales (LAN) y la expedición de la nueva Ley General de Aguas (LGA) marca un punto de inflexión en la política hídrica del país. Bajo el argumento de fortalecer el derecho humano al agua y garantizar la sustentabilidad, el nuevo marco normativo redefine la administración de un recurso estratégico para la productividad agrícola y la competitividad industrial. Sin embargo, la rapidez del trámite legislativo y la ausencia de consultas amplias han detonado una fuerte controversia, exacerbada por la percepción de que el agua se vuelve un instrumento de control político-ideológico y un factor de incertidumbre económica.

Según datos de Conagua actualizados a 2023–2024, la distribución del uso del agua a nivel nacional mantiene una tendencia estructural: el sector agropecuario consume el 76 por ciento, el consumo humano el 14 por ciento, la industria (incluyendo minería y generación eléctrica) el 5 por ciento y otras actividades y las pérdidas por ineficiencia el 5 por ciento. Cabe señalar que, la baja tecnificación del riego agrícola es una de las principales causas del uso ineficiente del agua: solo dos de cada diez hectáreas de riego se operan con sistemas tecnificados. El mismo tiempo, las fugas urbanas representan cerca del 40 por ciento del agua distribuida.

Si bien el plan México busca fomentar la localización de inversiones en el sur del país, donde el recurso hídrico tiene mayor disponibilidad, el planteamiento complica las decisiones de inversión orientadas al mercado de exportación, ya que también deben considerar los costos de transporte y el acceso a mano de obra calificada. El problema no es únicamente la disponibilidad del recurso, sino su gestión deficiente, la falta de inversión y la ausencia de un control institucional. Lamentablemente la reforma se orienta a otros fines.

La nueva legislación refuerza la rectoría del gobierno federal al concentrar la administración, vigilancia y control de las concesiones en la Comisión Nacional del Agua, limitando las facultades de estados y municipios. Si bien la participación ciudadana y el derecho humano al agua se declaran ejes fundamentales de la Ley, la estructura operativa apunta hacia un modelo centralizado de gobernanza, que difícilmente escapará de las prioridades del régimen.

Con la reforma se aduce que se busca evitar el acaparamiento, la especulación y la privatización práctica del recurso. Sin embargo, las implicaciones económicas surgen a borbotones: la tierra pierde valor al desvincularse del derecho de uso del agua, un factor crítico tanto en la agricultura como en la industria. La incertidumbre jurídica en torno a las concesiones se exacerba al perder su calidad de derecho estable y pasar a ser permisos temporales sujetos a criterio ya que se dificultan transacciones, incrementan los costos de cumplimiento y se desalienta la inversión en regiones que ya enfrentan limitaciones hídricas estructurales.

Otro aspecto que resalta es el contraste entre un nuevo modelo de gestión centralizado y las capacidades operativas y presupuestales de Conagua. El organismo opera con recortes presupuestales desde 2024, y el PEF 2026 contempla una reducción adicional superior a 900 millones de pesos respecto a 2025. Si bien el presupuesto prevé alrededor de 25,388 millones de pesos para infraestructura hidráulica, expertos estiman que la implementación plena de la nueva Ley requiere al menos cuatro veces ese monto.

Sin recursos suficientes, el aumento de obligaciones para Conagua deriva inevitablemente en mayor discrecionalidad, respuestas tardías y una posible politización de las decisiones, especialmente en lo referente a las concesiones o asignación de volúmenes para nuevos proyectos industriales. Nos espera una nueva gobernanza ineficiente en lo técnico y subordinada a consideraciones políticas.

La nueva legislación se centra en regular la propiedad buscando garantizar el derecho humano al agua que es incuestionable, pero no contempla corregir las fallas estructurales del sistema hídrico que lo hacen costoso e ineficiente; al mismo tiempo que socava el federalismo, introduce un riesgo innecesario para el cumplimiento de compromisos internacionales, incluidos los establecidos en el T-MEC.

Las reformas a la legislación sobre el agua representan un replanteamiento profundo de la gobernanza del recurso estratégico. El verdadero debate va más allá de garantizar el derecho humano al agua, se centra en el conflicto entre la equidad versus la eficiencia y el verdadero impacto económico y social de largo plazo.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®