Es común afirmar que las relaciones internacionales son una disciplina científica. No obstante, la realidad es otra. Al mantener sus motivaciones originales, se sigue utilizando como herramienta de los Estados en sus procesos de toma de decisión sobre temas de política exterior. En efecto, desde que tuvo sus primeras expresiones en Estados Unidos e Inglaterra en el periodo inmediatamente posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial, hasta nuestros días, a lo más que se ha llegado es a una especie de convención y no a consolidar una genuina disciplina científica. La razón principal es, quizá, que no se ha logrado definir con precisión su campo de estudio y que se dirige a analizar transacciones transfronterizas de todo tipo, eso sí, reconociendo en ello el papel que cumplen los Estados como generadores de lazos diplomáticos que son útiles para atender situaciones de cooperación y conflicto. Vistas así, las relaciones internacionales han ofrecido la plataforma para analizar, con cierta dosis de acierto, la habilidad de los propios Estados para influir en otros y ejercer sus propios atributos de poder, pero no de autoridad virtuosa. En todo caso, la experiencia y la utilización de diversos enfoques para tratar de desentrañar los motivos y consecuencias de los grandes asuntos mundiales, permiten hoy contar con elementos para avanzar hacia el pensamiento abstracto. La intención es poder explicar y sistematizar las razones de las conductas interestatales, así como los costos y beneficios que conllevan, en entornos conflictivos marcados por la anarquía, donde la justicia es quimera, la cooperación anhelo y la jerarquía de unos cuantos se impone irremediablemente sobre muchos más. A estas condicionantes cabe añadir una realidad que ofrece un modelo de convivencia inseguro por definición, regido por el uso de la fuerza como medio para establecer el orden, en detrimento de relaciones políticas estatales comprometidas con la autoridad y el buen gobierno.

La reflexión adquiere significado ante el notorio fracaso de la globalización, un concepto impreciso que generó disputas porque el mundo real opera a partir de fronteras establecidas, donde la independencia y soberanía de los Estados bloquean impulsos unificadores o de homologación de diversas prácticas. En efecto, ese anhelo globalizante, más allá de consecuencias como la concentración de la riqueza y la ampliación de la pobreza, ha sido incapaz de relajar la tensión que se genera entre las leyes y cultura de cada nación, y las fuerzas económicas y políticas universales. Esta es otra razón posible de la ambigüedad de la disciplina de las relaciones internacionales, la cual no ha sido hábil para ofrecer explicaciones estructuradas ni respuestas únicas a los grandes temas de la agenda mundial. En esa dirección, falta trecho por recorrer para que, más allá del comportamiento de los Estados, esta disciplina pueda interpretar el significado de este. Mientras tanto, el orden liberal que nació en 1945 y el ideal de emancipación solidaria que postula la Carta de la ONU, continuarán siendo metas por alcanzar, porque su arquetipo de comunidad internacional contrasta con una realidad cotidiana de exclusión de muchos países. Por ahora, en abono al desarrollo académico de las relaciones internacionales, conviene tomar distancia de los enfoques adoptados por los centros de poder. De ser así, se daría un paso efectivo hacia la ulterior evolución científica de esta disciplina y, en términos kantianos, se ayudaría a liberar al género humano de la inmadurez política que se ha autoimpuesto.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.