Protagonista de cinco estrellas

Guillermo García Oropeza

Se cuenta que en la Segunda Guerra Mundial, en una junta de los Tres Grandes, Stalin, que era el anfitrión, se permitió hacer una pregunta impertinente, aquella de y cuántas divisiones tiene el papa. Se trataba de Pío XII, el aristócrata y refinado romano Eugenio Pacelli, que era evidentemente lo más opuesto que se puede ser al burdo y temible dictador georgiano, quien además seguramente no le perdonaba a Pacelli, antiguo nuncio en Munich, sus conocidas germanofilias.

Pero esta curiosidad histórica nos sugiere hoy otra pregunta: ¿y cuántas televisoras y periódicos tiene el Papa? Y no me refiero, claro, a L’Osservatore Romano o a la Radio Vaticana, sino al acceso universal que un pontífice de hoy tiene a los medios de esta aldea global, donde día tras día hay que alimentar al monstruo que demanda y demanda más noticias cada hora y hasta la madrugada.

Y los pontífices romanos a partir, pienso, del amado Juan XXIII que aparece como una superstar de los medios, y si bien Montini, su sucesor, no tenía lo que llamaría el ángel televisivo quizá por ser un angustiado introvertido (Amleto, es decir Hamlet lo llamaba Juan XXIII), tras el sospechosamente corto pontificado de Juan Pablo I que originó una leyenda policial que todavía no cesa, llegó al trono de Pedro el inesperado y sorprendente Karol Woytila, arzobispo de la provincial Cracovia, que vino a acelerar hasta el infinito el éxito de Roma en los rankings del mundo (o al menos del mundo occidental).

Inteligente, políglota, elocuente en un nuevo estilo, de buena presencia, el papa polaco y viajero, que de joven había estudiado teatro, llevó su presencia y los viejos rituales romanos al prime time del diario espectáculo, y todo esto en una situación paradójica en la cual la Iglesia romana en su conjunto se debilitaba y perdía fieles practicantes tanto en la Europa instruida como en la América Latina donde los protestantismos populares le erosionaban la clientela, el papa desde el magnífico escenario de Roma se afirmaba, dijimos como una superstar.

Su muerte pareció el fin de una época, o diríamos de una temporada mediática. Ratzinger, el joven teólogo que tanto prometía y después hombre de hierro en la conducción de la Curia al llegar al pontificado, descubrió que con toda su seriedad carecía del encanto carismático de su antiguo jefe. Nada le ayudaba, ni el físico ni su dureza alemana, y sufrió tiempos malos que culminan en las sospechosas filtraciones que mostraban que algo, diría Shakespeare, “estaba podrido”, pero su renuncia por motivos que quizá no convencieron a muchos abre una nueva temporada de atención mediática que culmina en la exitosa presentación de Francisco en el balcón frente a la piazza cuando saluda al orbe y a la urbe con un, dirían los argentinos, lindo “¡buona sera!”

Parece que Bergoglio será ese abuelito encantador que le pide su gran público. Si la Iglesia progresa o retrocede es otro asunto que se verá al tiempo pero parece que el guión, la producción y postproducción así como el protagonista son de cinco estrellas. Volveremos al tema.