Leipzig 1813-Venecia 1883

 

 

A la memoria de Ernesto de la Peña

 

 

Mario Saavedra

Nadie como Richard Wagner  sostuvo la necesidad de volver al arte integral, es decir, a la unión de todas las manifestaciones estéticas en una síntesis en la que una complementara la otra, como en la antigua Grecia había ocurrido con respecto a la tragedia. Esta simbiosis, según Wagner, podía ser perfecta si era producto de un solo artista, y el propio compositor se sintió llamado por su inusitado genio interior para llevarla a cabo precisamente en una forma moderna de tragedia: el drama musical.

Así, él mismo escogía los argumentos de sus óperas, componía sus libretos, les ponía música y cuidaba, hasta en el más mínimo detalle, las puestas en escena, instruyendo a los intérpretes y propiciando como gestor la mayor eficacia a la interpretación dramática, en la cual la música, la poesía y el arte escénico se asociaran para alcanzar una sola finalidad expresiva. Siempre prefirió para sus argumentos los mitos, las leyendas elaboradas por la fantasía del pueblo, y en ese contexto, los sentimientos humanos toman vida bajo su aspecto más sincero y evidente, confiando a la poesía el cometido de narrar los hechos a través de lo expresado por los personajes y reservándole a la música el de revelar el carácter de los mismos, es decir, la fuerza de sus pasiones.

Si bien en sus primeras óperas que le redituaron prestigio como El holandés errante de 1841 o Tannhäuser de 1844 o Lohengrin de 1848 sigue todavía la tradición romántica de Weber y Meyerbeer, lo cierto es que en su cabeza rondaba ya la idea de transformar el pensamiento musical con el concepto de la “obra de arte total” o gesamtkunstwerk, la síntesis de todas las artes poéticas, visuales, musicales y escénicas, que desarrollaría en una serie de ensayos entre 1849 y 1852, consumándolo sin objeciones en la construcción de su monumental tetralogía El anillo del nibelungo que le ocupó más de un cuarto de siglo, de 1848 a 1874.

Con paréntesis en los que sus ideas sobre la relación entre la música y el teatro volvieron a mirar al pasado, reintroduciendo algunas formas operísticas tradicionales, como se constata en Los maestros cantores de Núremberg de 1867, lo cierto es que el paradigmáticamente revolucionario lenguaje wagneriano trascendió, entre otros muchos renovadores recursos, por su ecléctica textura contrapuntística, por su extensa y variada paleta cromática, por su riqueza armónica, por su robusta y reforzada orquestación, además de un sobre elaborado empleo de los llamados leitmotiv o temas musicales —asociados a caracteres específicos o elementos dentro de la trama, o en mucho más complejas combinaciones de éstos, en las conocidas metamorfosis temáticas— que con él alcanzarían su grado de mayor paroxismo.

Uno de los eslabones de más consistente anclaje en la historia de la música, y sobre todo del género lírico musical que con él alcanzó su estadio sublime de efervescencia heroica, con el autor también de ese inconmensurable gran poema musical de amor y muerte que es Tristán e Isolda de 1859, punto de inicio de la música académica contemporánea, el lenguaje operístico dio un salto gigante en cuanto a cromatismo vinculado con el color orquestal que amplio notablemente su veta expresiva, o del cosmos armónico que diversificó con no menor intensidad sus variantes tonales (en este sentido, el dodecafonismo schoenbergiano de medio siglo más tarde no habría sido posible), lo que obraría sin marcha atrás en el curso de la música clásica europea.

Ha sito tal el peso específico de las aportaciones de la monumental obra wagneriana, manifiesta a modo de síntesis en su portentosa epopeya operística de despedida Parsifal de 1882, que su influencia se ha extendido y hecho sentir también en el terreno de las demás artes y hasta de la filosofía, como bien lo reconocería su alguna vez muy cercano amigo Friedrich Nietzsche, más allá de su futura ruptura. Con la ayuda de su protector Luis II de Baviera consiguió su propio teatro de ópera, el Festpielhaus de Bayreuth, para escenificar sus obras tal y como él las había concebido, convirtiéndose en un espacio referencial que hasta la fecha y año con año reúne a lo más granado del ya hoy reconocido como arte o incluso universo wagneriano, sean directores de orquesta y de escena, músicos, cantantes, productores, escenógrafos, iluminadores, etcétera… Allí tuvo lugar el estreno precisamente de la tetralogía de El anillo… y de Parsifal, como obras cimeras de su inconmensurable legado, faltando sólo su no menos entrañable Tristán e Isolda que allí debió haber visto la luz de haber existido ya para entonces tan emblemático lugar.

Lo cierto es que la visión del arte todo, y ciertamente del pensamiento también, no serían los mismos después de la maravillosa impronta wagneriana, incluidos por supuesto sus nuevos y no menos originales puntos de vista en torno a la dirección orquestal que bien se describen en sus muchos y luminosos textos o apuntes sobre música, teatro y política. En este terreno de la discusión, de la disertación sobre temas abordados premeditadamente de manera transversal —¡he ahí una prueba más de su inobjetable talante contemporáneo!—, sus adelantados juicios han sido objeto de debate y de innumerables obras varias, como la ya clásica película El director de orquesta del inolvidable Federico Fellini.

Siempre presente en los teatros de ópera, este año del bicentenario de su glorioso nacimiento (como el de su sincero y profundo admirador Giuseppe Verdi, vínculo felizmente poetizado por Franz Werfel en su Novela de la ópera) hay toda clase de nuevas producciones por buena parte de los escenarios belcantísticos del mundo, como la muy comentada y controversial de la Metropolitan Opera House de Nueva York de toda la tetralogía del canadiense Robert Lepage que inició con el prólogo El oro del Rin (faltan las tres jornadas, Las Valquirias, Sigfrido y El ocaso de los dioses), que con toda fortuna podemos ver en las ya institucionalizadas transmisiones en el Auditorio Nacional y escuchar en las de Opus 94 con estimulantes comentarios del sabio wagneriano Sergio Vela. Grabaciones nuevas y reediciones en audio o video (por ejemplo, la primera estereofónica y ya legendaria, en vivo en el Festival de Bayreuth de 1967, de Karl Böhn) del siempre vigente catálogo wagneriano aparecerán en el mercado, así como toda clase de obras y textos concebidos en torno o sobre este monstruo de la creación de igual modo circularán para beneplácito de una cada día más creciente hueste de devotos wagnerianos.