Un músico con sensible y agudo olfato escénico

Mario Saavedra

Epílogo paroxístico e inconcluso del gran genio de Giacomo Puccini (Lucca, 1858-Bruselas 1924), Turandot —escrita en 1924 y representada póstumamente en 1926— vino a ser el resultado terminante de una experiencia sagaz y sensible a la nueva música de dos revolucionarios como Arnold Schönberg e Igor Stravinski. Turandot demuestra a la perfección que el compositor no intentó conciliar a Verdi con Wagner mediante una acción de compromiso, a favor de la melodía y de la grandilocuencia orquestal, respectivamente, sino que más bien se propuso renovar la tradición italiana de la ópera, enfrentándola, con todo sentido crítico, con las más avanzadas experiencias europeas del Ochocientos y el Novecientos.

El mérito principal del gran genio de Lucca estribó en no hacer aparecer tal enfrentamiento como algo digno de vergüenza, sino más bien justo y calibrado en su absorción, a menudo de una manera no tan fácilmente verificable. Drama lírico en tres actos y cinco cuadros, con libreto en italiano de Giuseppe Adami y Renato Simone (según la fábula escénica de Carlos Gozzi de una antigua leyenda persa o china, el último dueto y el final de la ópera fueron completados por Franco Alfano), Turandot constituye la gran obra maestra de su autor, de superiores exigencias tanto para los músicos como para sus intérpretes vocales.

Sin deberle mucho específicamente a alguien, a alguna corriente o escuela precisa, Turandot posee la perfección magistral de un músico que también desarrolló un muy sensible y agudo olfato escénico, con una buena dosis de esa efervescencia lírica que sólo en el encuentro de la música con el teatro dan cabida superior a la poesía en su esencia más sublime. Y es que desde su temática, Turandot se aleja considerablemente de los trabajos anteriores de Puccini, pues no se trata ya de un drama realista comparable a otras refinadas obras suyas tan marcadas por el verismo, sino de un cuento cargado de símbolos a modo de las leyendas populares.

Pináculo del por sí ecléctico espíritu creativo de Puccini, de una poética que para entonces había bebido de múltiples fuentes y arribaba a una conclusiva madurez artística abierta a toda posible influencia sugerente y enriquecedora (es innegable aquí, por ejemplo, el profundo efecto producido por su casi contemporánea La mujer sin sombra, a su vez expresión suprema del genio de Richard Strauss), Turandot constituye una de las más sorpresivas y sorprendentes acometidas en la historia de la música lírica.

Repuesta en el Teatro de Bellas Artes, pues es una de esas obras de obligada presencia en los circuitos y espacios operísticos por cuanto ofrece de reto y opción de lucimiento en prácticamente todos los renglones implicados, por supuesto con particular opción de brillo —o de estrepitoso tropiezo, según sea el caso— para una amplia y variada gama de voces, esta producción de la obra maestra de Giacomo Puccini ha estado signada más bien por la discreción.

Pero no se pueden dejar de alabar, por ejemplo, los diseños escenográfico y de vestuario de un siempre creativo viejo lobo de mar como David Antón, todo un artista y un mago a la hora de generar atmósferas que generalmente someten por su congruencia y su elegante vistosidad; una verdadera institución en la materia, justo sería un homenaje en reciprocidad a lo mucho que le ha aportado al quehacer escénico nacional, seguramente con un libro que sirviera a modo de rememoración de tantos montajes enaltecidos por su generosa creatividad, que con justicia dimensionara el peso específico de su obra. La iluminación de Rocío Carrillo ha favorecido mucho el concepto global.

Grato ha sido de igual modo volver a tener al podio a un tan experimentado y siempre entusiasta operómano como Enrique Patrón de Rueda, quien por cierto con Puccini ha tenido algunos de sus más sonados triunfos en una ya larga y probada carrera. De vuelta con un conjunto que conoce en toda su dimensión, en todos sus aciertos y pifias, sacó el mejor provecho de una Orquesta del Palacio de Bellas Artes que por desgracia sigue sin sonar pareja en todas sus secciones y con notorios yerros sobre todo en sus alientos. Siempre se agradece contar con músicos que como él conocen y respetan el siempre difícil trabajo de los cantantes, que cuida y lleva con mano diestra.

La dirección de escena ha sido de Luis Miguel Lombana, quien de igual modo ya tiene una larga trayectoria en el género y ha trabajado con esta obra que siempre impone un reto. Ha optado ahora por la línea práctica, en provecho de un original que desafortunadamente otras veces suele dar cabida a excentricidades y tomaduras de pelo, a ingenuidades sin ton ni son. Si bien se le agradece que haya permitido cantar sin obstáculos a las voces, sin ponerlas a hacer circo y maroma, no pudo dejar el responsable, sin embargo, de dar entrada a ciertas licencias más bien fuera de lugar, como la inclusión de un victimario más acorde a un espectáculo circense o de antro.

En cuanto a las voces, esencia del género lírico, habría que mencionar la participación protagónica de la soprano dramática norteamericana Tamara Mancini, quien si bien no tiene las dotes de una diva como Eva Marton que todavía conservamos gratamente en  nuestro recuerdo, cuenta con la técnica y el registro óptimos para abordar una Princesa Turandot pletórica de fuerza y matices, en una dominante línea de canto que le permite surcar con naturalidad y buena fortuna un papel lleno de dificultades y riesgos.

Y aunque con problemas en el inicio propiciados en buena medida porque los nervios le jugaron sucio, el tenor suplente Carlos Arturo Galván fue de menos a más, y si bien su voz es opaca y carece de brillo, en cambio su tesitura de tenor dramático mucho más ad hoc para el no menos exigido Príncipe Calaf confirmó que no es precisamente papel para un tenor lírico y ya más bien de salida José Luis Duval (¡mala decisión de muchas de nuestras voces que cantan lo que no deben, quizá por la poca oportunidad de hacerlo!) que no pudo terminar todas las funciones.

En Liù nos tocó escuchar a una Gabriela Herrera que tampoco sentimos ya en el mejor momento de su carrera; vocalmente correcta, la percibimos en cambio más bien algo apagada. La mayoría del demás elenco, bien a secas, con las partes acostumbradamente agraciadas del trío de caballeros: Josué Cerón, José Guadalupe Reyes y Luis Alberto Sánchez. Nos dio gusto volver a ver y escuchar a dos cantantes de tan larga como ejemplar trayectoria, el tenor tapatío Flavio Becerra, ahora en el papel del Emperador Altoum, y el barítono Octavio Pérez, como el Mandarín. Como es costumbre, el Coro del Teatro de Bellas Artes, celebrando su 75 aniversario, a la altura de las circunstancia, ahora bajo la dirección del invitado Alfredo Domínguez; en igualdad de condiciones, la Schola Cantorum de México, bajo la conducción de Alfredo Mendoza.

Sin ser una Turandot de antología ni mucho menos, esta reposición de la obra cimera del genio de Giacomo Puccini nos permitió disfrutar de una ópera que siempre nos revela algo nuevo…