LA SOMBRA EN EL MURO

A cuarenta y cinco años de Pueblo en vilo, de Luis González

Humberto Guzmán

Hay dos libros que se salen en apariencia de su contexto. Uno es La feria de Juan José Arreola y otro Pueblo en vilo de Luis González. Al primero, expositivo de un pueblo, se le reconoce como novela; y el segundo, aunque parezca diferente, es historia, microhistoria, se ha precisado. Me quedo, aquí, con Pueblo en vilo. Llama la atención su planteamiento narrativo, que, pese a tener la intención de dar información y armar la historia de un pequeño pueblo de Michoacán, San José de Gracia, por momentos se percibe como un relato novelesco, naturalista, costumbrista y hasta se distinguen algunos personajes y sus peripecias.

¿Por qué microhistoria? Porque el objeto de investigación y presentación de un pequeño poblado, se convierte en una referencia a la historia de México y alrededores. Prueba de ello es el capítulo dedicado a la Rebelión Cristera (1925-1932), tan importante en territorios del Bajío. El tema se toca desde San José de Gracia. Dice: “Eso sí, es innegable que a los josefinos les dio por hablar mal del padrino del gobierno callista, por mentarle la madre a los Estados Unidos. El general Plutarco Elías Calles llega a la presidencia de la República el 1º de diciembre de 1924 y no tarda en manifestar su odio contra los curas. La burocracia le hace coro.” Llegó a tal grado este odio que no tardó en surgir, con el beneplácito del gobierno, una Iglesia Apostólica Mexicana que no tuvo éxito.

Aplicaron rigurosamente “los artículos 3, 5, 24, 27, 32 y 130 de la Constitución General de la República”. Con el 130 se dicta “el registro y reducción del número de sacerdotes”. La libre expresión se coarta. La reacción tampoco se hace esperar y estalla esa revolución en el Bajío y en San José de Gracia. Fue un error de Calles. “El profesor Rafael Haro no cree que la catolicidad mexicana sea tan honda en otras partes como lo es aquí. Duda de que la persecución religiosa produzca en el Norte o en Veracruz la reacción que produce en San José y demás pueblos de la comarca”, dice.

Calles tal vez nunca previó que los gobernantes están “para servir” al pueblo, no para adoctrinarlo. Esa guerra pudo haberse evitado. No fue así y costó docenas de miles de muertos, viudas, huérfanos, pueblos quemados, miles de desplazados, hambrunas, sed, epidemias y pérdidas multimillonarias. La alta jerarquía de la Iglesia católica tuvo responsabilidades también. Las víctimas fueron los pueblos católicos, los de más abajo (ya con la Iglesia católica en contra de ellos), que sólo pedían sus templos y la práctica de su religión católica, que es una de las profundidades del ser de México.

Por rasgos como éste, se muestra la importancia de Pueblo en vilo, publicada en su primera edición en 1968 (Colegio de México), a la que le siguieron muchas otras (FCE). No nos sitúa solamente bajo el peso de los designios de las élites políticas y de la Revolución, sino percibimos en un primer plano el padecimiento y la opinión de la mayoría que ni la debía ni la temía y fue la que pagó los platos rotos por el gobierno callista, primero, y por los altos jerarcas de la Iglesia católica, que, al final, no solo abandonaron a su grey, sino que la perjudicaron. Después del famoso “arreglo” entre aquellos y el gobierno, éste acabó de aniquilar a los cristeros desarmados y desunidos y se olvidó de los acuerdos con los obispos. Este hecho aparece reseñado en importantes obras como La Cristiada, de Jean Meyer.

Pero en Pueblo en vilo, no todo es la Cristiada. Más adelante dice: “Desde 1939 una docena de personas, cotidianamente, se agrupaban frente al transmisor de noticias” (la radio) “para enterarse del proceso de la guerra mundial. Eran los principales de la población y únicamente dos de ellos aliadófilos. Los demás, influidos por el tradicional recelo contra los vecinos del norte y deslumbrados por las batallas relámpago de los alemanes, aplaudían las victorias de Hitler y hablaban de que la verdadera independencia de México se obtendría cuando el Eje aplastara a los Estados Unidos.” A pie de página aclara Luis González que datos como este no se los contó nadie ni lo leyó en ningún documento, sino que: “Provienen de mis recuerdos, observaciones y conversaciones”.

El escritor es como un personaje literario que narra en primera persona su propia experiencia y así lo admite. Curiosamente, éste es un recurso novelístico de avanzada en algunas novelas de actualidad en las metrópolis literarias. Esta literatura es una ficción que se basa en datos reales o históricos; no es exactamente “novela histórica”, sino una ficción que hace suya alguna investigación de campo, de biblioteca o proveniente de experiencias autobiográficas*.

Otro rasgo relevante que veo en Pueblo en vilo, publicado hace cuarentaicinco años, es el rescate del lenguaje cotidiano. Me sorprende que este detalle lo mencione otro historiador, Álvaro Matute. Esto es, ciertas cualidades novelísticas hacen la historia escrita, y algún método del historiar hace la novela del momento.

 

*Quise emplear estas novedosas técnicas en mi novela La congregación de los muertos, que próximamente editará la Universidad Autónoma de Querétaro.