La gota estuvo allí en el principio del mundo.
Es el espejo, el abismo,
la casa de la vida y la fluidez de la muerte
JEP
Mario Saavedra
José Emilio Pacheco (ciudad de México, 1939-2014) fue uno de nuestros líricos por excelencia de la segunda mitad del siglo XX, quien como pocos llevó hasta sus últimas consecuencias el sentido de un llamado que el no menos definitivo polígrafo matritense Pedro Salinas definió como “conclusiva e intransferible”. El autor de Razón de amor y La voz a ti debida, dos libros neurálgicos de la lírica española contemporánea y de la misma Generación del 27 regida por “el peso específico de la palabra y el lenguaje”, conceptualizó así la denominada “poesía pura”, y nuestro escritor hizo de su propia vocación una especie de apostolado en el que la escritura se condensa en lo esencial y desecha lo accesorio, porque la creación supone un acto de recomposición de un mundo en caos que sólo puede salvarse tras la vuelta a lo primario y un abandono de lo adjunto.
Un auténtico polígrafo de tiempo completo, el también narrador, ensayista y traductor (sus versiones de escritores por ejemplo como Tennessee Williams, Marcel Schwob, Oscar Wilde, Samuel Beckett y sobre todo de T. S. Eliot resultan antológicas), José Emilio Pacheco perteneció a la llamada “Generación de medio siglo”, y a la par de coetáneos suyos como Eduardo Lizalde, Sergio Pitol, Vicente Leñero, Juan García Ponce, Sergio Galindo o Salvador Elizondo, se puede decir que revitalizó varios de los principios culturales y estrictamente literarios y poéticos que habían movido a promociones anteriores como la de Contemporáneos y la de Taller. La profesionalización definitiva de la escritura suponía entonces una entrega sin restricciones, porque el lenguaje es celoso y moldearlo implica (Cuesta, Gorostiza y Paz) un trabajo siempre esforzado y milimétrico, prácticamente un oficio de laboratorio.
Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México donde se inició en la revista Medio Siglo, José Emilio Pacheco desarrolló de igual modo una intensa y no menos valiosa labor como editor y promotor cultural, en una época en que los suplementos en diarios y revistas consolidaron su entonces protagónica presencia. Colaborador cercano de Elías Nandino en su nodal revista Estaciones que siempre reconoció como su verdadera tribuna de arranque y de la cual llegó a compartir su dirección con Monsiváis, fue de igual modo secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México y del suplemento de Novedades México en la Cultura, así como jefe de redacción de La Cultura en México en este semanario. Como editor no menos cuidadoso, dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM, en cuyo extenso y variado acervo caben de igual modo clásicos de la literatura prehispánica como del México moderno y contemporáneo.
Un ensayista lúcido y atinado, cuando no prologuista propositivo y revelador, se convirtió en uno de los más sabios y reconocidos especialistas de nuestra literatura del siglo XIX (su antología poética de ese periodo, editada por la UNAM, es ya imprescindible), a la vez que nos descubrió nuevas lecturas y otros posibles vericuetos de la obra polifónica de escritores contemporáneos como Jorge Luis Borges y el citado T. S. Eliot del que tradujo sus medulares Cuartetos; en el número de aniversario de Letras Libres, por ejemplo, viene su traducción-aproximación de East Coker del siempre categórico poeta de Misuri (Aproximaciones a T. S. Eliot) que es un prodigio. Otro tanto habría que decir sobre el maestro, el conferencista y el conversador no menos brillante y generoso, siempre aleccionador, cuyo mayor virtud era precisamente compartir y transmitir una pasión por la poesía y demás artes que él llamaba afines, además de sus hermanas literarias, la música, el cine, las artes plásticas, que igual disfrutaba y le daban aliento.
Autor de más de una docena de poemarios de exquisita manufactura, en derredor de lo que él llamaba lo trascendente y lo inmediato (el tiempo y lo transitorio, la muerte y la nada, son sus coordenadas), son ya clásicos en este este género en el que considero se vislumbra su mayor impronta: Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964) y Los trabajos del mar (1983). Poeta de una voz rotunda y contundente, y en este sentido, de un desgarrador humanismo por los temas que le preocupan y la manera categórica de abordarlos, la poesía de José Emilio Pacheco trasciende tanto por su personalidad y su fuerza indómitas, como por la unidad de un universo lírico que se tensa en la expresión absoluta de un extraordinario poeta.
Premios Xavier Villaurrutia en 1973, José Asunción Silva en 1996, Ramón López Velarde y Octavio Paz en 2003, Internacional Alfonso Reyes y Pablo Neruda en 2004, García Lorca en 2005, y Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y Cervantes en 2009, en reconocimiento de otras voces poéticas tan señeras como la suya, José Emilio Pacheco abordó con no menor compromiso la prosa, terreno en el cual su novela corta Las batallas en el desierto es ya también de obligada lectura, un libro de texto entre sus muchos jóvenes lectores.
PRESENCIA
Homenaje a Rosario Castellanos
¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día
dejó cenizas de su sombra fiera?
¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
la daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía
que vuelva a ser de pronto primavera.
No quedará el trabajo ni la pena
de creer y de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y el desierto,
ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Mas si alguien vive yo estaré despierto.
(De Los elementos de la noche, 1980)