“El remordimiento es como la mordedura de un perro a una piedra, una estupidez”
Nietzsche
Regino Díaz Redondo
Madrid.- Los dos hombres que en un tiempo fueron polos opuestos en la política española, Adolfo Suárez (fallecido el 23 de marzo) y Santiago Carrillo, líder comunista en la pos-guerra, fueron los únicos que permanecieron de pie en su curul cuando Antonio Tejero intentó dar un golpe de Estado en 1981 apoderándose del Congreso de los Diputados, pistola en mano.
Suárez, a quien la semana pasada rindieron funerales de Estado como el primer presidente del gobierno democrático, había sido jefe de Falange en vida de dictador. Padecía Alzheimer desde el 2006 y murió tranquilamente en la Clínica Cemtro de esta ciudad rodeado de toda su familia y de las muestras de cariño de la mayor parte de los españoles de cualquier ideología.
En vida, fue muy fustigado por sus propios compañeros de partido y cuestionado por políticos que ahora rinden homenaje a su figura y no se acuerdan de que intentaron retirarlo del puesto de mala manera.
Nacido en Cebreros, un pueblo de 3 mil 500 habitantes en la provincia de Ávila, fue un hombre de acción y, aunque su paso por la jefatura de gobierno fue breve, sirvió para que los dos bandos de la guerra civil consiguiesen elaborar la Transición y, después, la Carta Magna de 1978 que rige los destinos de España.
El hijo del castellano-leonés Adolfo Suárez Illana, anunció 50 horas antes que su padre había entrado en fase terminal y que se agotaba poco a poco sin sufrir.
Para sorpresa de muchos, todas las fuerzas políticas le rindieron homenaje inclusive aquellos que lo denostaron agriamente.
Cayo Lara, coordinador general de IU, lo calificó como una importante pieza sin la cual hubiese sido más difícil llegar al acuerdo de la reconciliación.
Hombre de derecha trabajó con el generalísimo pero a juzgar por las anécdotas que cuentan de él, varias veces le cuestionó las órdenes dogmáticas y se atrevió a comentarle, en cierta ocasión, que el país debía evolucionar hacía espectros más abiertos dentro de la sociedad.
Fernando Ónega, su jefe de prensa, contó que Suárez le dijo a Franco que era preciso avanzar en la pluralidad y la modernización, acabar con las desigualdades y elegir dirigentes por mandato popular.
“Franco lo escuchó con los ojos cerrados”, —explica Onega— callado y sin moverse y cuando el joven Suárez terminó, abrió los ojos y le contestó: “sí, Adolfo, todo eso sí pero cuando muera Franco…”
Cierto o no, aderezado por Ónega o pulido por el escritor, la verdad es que Suárez tenía como virtud la libertad y el desarrollo, la lealtad por encima de los intereses mezquinos. Se caracterizó siempre por el alto concepto que tenía del honor y lo mantuvo en las circunstancias más adversas. Surgió de sorpresa. El rey Juan Carlos lo escogió para que fuese jefe de gobierno ante la incredulidad y el enfado de muchos.
Suárez, un abogado tierno en edad y poco confiable por sus antecedentes franquistas, se convirtió en el aperturista que todos conocimos.
Hasta el momento, nada se sabe por qué el soberano lo nombró a reserva de que el propio rey lo informe o lo explique en alguna charla posterior.
El abulense fue increpado varias veces por su falta de ideología y de cómo acató los nombramientos que le hizo Franco. Pero durante su mandato de poco más de dos años, mantuvo la bandera de la democratización y fue artífice junto con varios personajes de la política de la transformación de una España medieval a la nación que ahora disfruta todavía de ciertas libertades.
Uno de sus grandes triunfos fue conseguir la regulación del partido comunista y simpatizar con Felipe González pese a las presiones de las fuerzas de la derecha y de los conservadores más anacrónicos descendientes del régimen totalitario.
Muy mejorado, el rey pronunció un emotivo discurso en homenaje a Suárez y asistió a la solemne misa efectuada en la Catedral de Ávila donde cursó sus estudios y están enterradas su esposa e hija junto a las que fue colocado su féretro.
Don Adolfo cometió errores, desde luego. Se separó de su partido y fundó otro, lo que le trajo la animadversión de sus ex compañeros. Durante su mandato, quién más quién menos, lo insultó. Fue en sus momentos más gloriosos cuando tuvo que acusar calificativos como el de “detestable” de parte de la población y de los políticos advenedizos. Lo acusaron de traición a la dictadura que le llevó cargos y nunca le perdonaron sus coqueteos con la Izquierda.
En la España de 1977 el odio carcomía las mentes de los ultras y todo lo que fuese “rojo” era menospreciado.
Mientras gobernó hubo muchos rumores sobre golpes de Estado. Quizá porque sus enemigos estaban dispuestos a quitarlo de en medio pero no lo lograron porque ellos mismos se habían dividido en varias corrientes sin ninguna fuente social.
La víspera del intento del golpe, anunció que dimitía como presidente del gobierno porque, dicen sus allegados, consideró que de esta manera las cosas irían mejor. Se consideraba culpable de la desorientación que existía y de la inestabilidad en que se encontraba el país.
En pleno hemiciclo, el 23-F, Suárez se quedó en su asiento y se levantó para increpar a Tejero, éste le dio un empujón y luego le espetó: “que se siente, joder”. Dos veces hizo lo mismo el cebrereño y otras tantas el golpista le soltó palabras similares.
Poco más tarde, a punta de metralleta, fue llevado a un cuarto de al lado, donde permaneció casi 20 horas.
Dicen las crónicas que cuando se le preguntó por qué actuó así frente a Tejero, Suárez respondió que él representaba en esos momentos a España y que no podía haberse manifestado de otra manera.
“Actué, señalan sus cronistas, como presidente del gobierno y éste no puede nunca perder el sentido del honor. Es mucho lo que yo representaba”.
Fue precisamente este alto concepto en que tenía el honor lo que le caracterizó durante toda su vida. Siempre fue leal a los cargos que desempeñó y su amabilidad recorrió la península y ha sido avalada en mucha partes durante la serie de reportajes que se han hecho con motivo de su deceso.
Una de sus frases más importantes fue “no quiero que este momento sea sólo un paréntesis de democracia” como viene ocurriendo en esta nación a lo largo de su historia. Otra: “puedo prometer y prometo”.
Olvidado estaba; su muerte lo volvió a la vida; se habló del honor que siempre tuvo y de la responsabilidad que asumió con valentía en defensa de los intereses de su patria. Defendió lo que creía defendible, fue congruente con el momento político y en los últimos tiempos se dice que el rey se apartó de él. Parece que éste fue uno de los motivos por los que renunció a gobernar la nación.
Pero la verdad, la verdad absoluta, tendrá que escribirse y el propio Juan Carlos podría aclarar los motivos que tuvo para nombrarlo.
Sólo su pequeño museo en Cebreros lo mantenía presente. Con su muerte volvió a la vida y al ánimo de una sociedad irreverente y olvidadiza. Todos se volcaron en halagos; los cínicos por conveniencia, los amigos con dolor, los enemigos porque no tienen más remedio.
Supo responder con dignidad a una época turbulenta por lo que entrará a la historia como uno de los factores más importantes que contribuyeron a instaurar esta nuestra democracia débil, coja y casi tuerta. Pero democracia al fin.
Los tres días de luto nacional pasaron y el personaje empieza a ser otra vez olvidado. ¿Habrá muchos políticos con la valentía de Adolfo Suárez González?
Por el momento, no los vemos. Los actuales son más sinuosos y menos claros. Pero como en todas partes, llegarán los líderes para la recuperación real (no la de Rajoy) de España.


