Y Federico y Carpentier y Jorge Amado y Lezama y tantos otros

 

Guillermo García Oropeza

La muerte triunfal de Gabriel García Márquez deja muchas resonancias que van mucho más allá de lo literario. Así, en torno a su muerte se arma un gran espectáculo político que reúne, caso insólito, a dos presidentes.

Caso insólito, quizá único. Cierto que la historia registra grandes homenajes en las pompas fúnebres de escritores, quizá el más colosal sea el rendido a Víctor Hugo en 1885, cuando todo París se unió al cortejo del Arco del Triunfo al Pantheon, y es que Hugo no sólo era el escritor más popular de Francia sino además una gran figura política liberal y contestataria.

Pero en general los escritores se van con más modestia y silencio. García Márquez se parece a Hugo tanto en su fama literaria como en sus presencias políticas por medio mundo y su finale es igualmente impresionante. Gabo es un ser casi milagroso, este hijo de Aracataca, pueblo de calor, sopor y soledades, y con igual número de habitantes vivos y fantasmas, allá en la costa norte colombiana, hijo de empleado pobre pero situado en un árbol genealógico como salido del Génesis, periodista provinciano y tipo, diría mi madre, sin hechura se convierte en celebridad planetaria, recibido en los más altos sitios, aplastante best-seller y seguido por millones de latinoamericanos desde el Bravo hasta el Río de la Plata como una especie de héroe civil, de caudillo que conduce a sus seguidores a una tierra ignota y maravillosa como aquéllas que quisieron hallar los conquistadores.

Gabo costeño que no cachaco (es decir los que, ni modo, nacieron en Bogotá) reconoce como su casa todo el Caribe que es otra América y que va desde Cuba hasta ese Brasil africano del amigo Jorge Amado. Caribe negro, hindú, holandés, francófono y anglófono y donde el castellano es puerto de palabras de la Madre África.

Gabo no es el único gran escritor de ese Caribe y hay que recordar al espléndido y elegante Germán Arciniegas, al infinito Alejo Carpentier tan cubano y tan francés y tan músico, a Lezama Lima y su Paradiso y quizás al clásico Rómulo Gallegos y su Canaima en la tierra de los hombres machos. México tiene un Caribe pero que es también maya, es decir, chino mandarín y tiene el amado puerto tantas veces heroico que es hermano de La Habana, danzonero y sensual.

Pero no ser el único no lo disminuye porque lo integra a una gran literatura nacida de la multitud de sangres, músicas y músicas verbales y que es como una floración, como un huerto frutal más de ese paraíso americano en donde flota, diría Gabiel, el olor de la guayaba, olor también de nuestras infancias mexicanas con sus tunas como esmeraldas, mangos con cadera y aroma de mujer y las humildes pitayas con sus colores copiados de los cuadros de Rufino el oaxaqueño. Por cierto que al que se quiera meter en la jungla de García Márquez a riesgo de no volver a salir, una guía útil es precisamente El olor de la guayaba de un amigo de Gabo con un nombre colombianísimo, Plinio Apuleyo Mendoza (editorial Diana).

La muerte y triunfo de García Márquez me recuerda, en dramático contraste, la de otro Premio Nobel de nuestra América, gigante también y hombre de compromisos absolutos con un ideario. Me refiero, claro, a Pablo Neruda, que muere asesinado por la América de las fuerzas tenebrosas, la de los brutales milicos, los elegantes criollos, los oscuros curas, los amos yanquis, la eterna derecha enemiga de la disidencia y de la inteligencia.

Qué bueno que Gabo muere en un México que fue también su casa y con Colombia presente, final feliz que se le negó a Neruda, autor de nuestra más poderosa poesía latinoamericana, o a aquel otro García, granadino él, también músico de las palabras y mártir de ellas, aquél tal Federico.