Doble canonización
Guillermo Ordorica
El pasado domingo 27, una casi millonaria multitud de fieles se congregó en la Plaza de San Pedro en Roma para atestiguar la canonización de Eugenio Roncalli y de Karol Wojtyla, ambos papas de la Iglesia católica, en cuyos pontificados llevaron los nombres de Juan XXIII y Juan Pablo II, respectivamente. Los medios de comunicación transmitieron la noticia a casi dos mil millones de personas. Sin exagerar, junto con el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York (9/11), esta canonización es uno de los eventos emblemáticos del siglo XXI. De esta forma, el Vaticano y en particular el papa Francisco, avanzaron en su posicionamiento mediático, dando así la razón a quienes sostienen que la sede petrina es un actor central de las relaciones internacionales, al margen de cualquier consideración de índole dogmática.
La canonización de estos jerarcas es relevante, al menos por dos razones. La primera, porque son representativos de formas totalmente distintas de conducir los destinos de la Iglesia católica; y la segunda, porque ofrecen la oportunidad dorada para que Francisco logre la reconciliación entre liberales y conservadores y, por ende, que sea la unidad y no el desencuentro la divisa central de la curia romana y sus diversos brazos en todos los rincones del planeta.
El papa Roncalli fue un liberal a su manera, proyectó la imagen de un sacerdote bonachón y paternalista, y afrontó desafíos inmensos en momentos delicados de la historia mundial, en particular aquéllos derivados de las tensiones generadas por el conflicto bipolar y los enconos ideológicos que le fueron inherentes.
Ciertamente el mérito de Juan XXIII, un religioso visionario, estriba en el aporte que hizo, a través del Concilio Vaticano II, de elementos valiosos para la distensión y el reconocimiento de la necesidad de los países poderosos de realizar su mejor esfuerzo para combatir rezagos y pobrezas endémicas en África, Asia y América Latina.
El compromiso de Roncalli fue con el desarrollo, y así lo testimonia su encíclica Pacem in Terris, Sobre la paz entre todos los pueblos, que en la perspectiva del pensamiento político cristiano respondió a una realidad histórica y dejó atrás la tesis siempre invocada por Roma de que el trabajo eclesiástico no es político “porque su reino no es de este mundo”.
Nadie como Juan XXIII, quien aspiraba a poner “orden en el universo”, conoció la realidad de un planeta que anhelaba el progreso y que en ese momento vivía convulsos procesos en la región afroasiática, era testigo del nacimiento de la Revolución Cubana y tenía miedo de los misiles nucleares instalados por la Unión Soviética en ese país caribeño para desafiar a Estados Unidos. Sí, Juan XXIII hoy es santo de la Iglesia católica; sí, Juan XXIII también fue un estadista de marcado talento.
Otra es la historia de Karol Wojtyla, el papa viajero, el hombre de teatro, el atleta y el instrumento de Dios. En efecto, la polifacética personalidad de Juan Pablo II y su avasalladora presencia marcaron los 25 años de su pontificado, tan rico en acciones como polémico en resultados. Durante su gestión, la Santa Sede se consolidó como interlocutor político inescapable y el papa Wojtyla visitó una gran cantidad de países, donde siempre fue recibido con júbilo. No obstante, en su reinado se registró la mayor desbandada de fieles católicos en tiempos recientes por las posturas conservadoras del exarzobispo de Cracovia, siempre reacio a discutir la agenda de la salud reproductiva, el papel de la mujer en la Iglesia, la propuesta de una pastoral para lesbianas y homosexuales, o el principio de colegialidad para la toma de decisiones en el Vaticano.
Juan Pablo II murió en 2005 literalmente encorvado, quizá reflejando en su físico el enorme peso que significó cargar en sus hombros, sin ningún apoyo, la Iglesia católica. Al morir y como resultado de las convicciones personales de Wojtyla, la Iglesia acusaba una preocupante tendencia marianista que amenazaba con desplazar la centralidad devocionaria de Cristo, tendencia que luego fue solventada por su sucesor Benedicto XVI, teólogo experto en la vida de Jesús Dios y Jesús hombre.
El papa polaco también tuvo incuestionables méritos, entre otros, estimuló la reconstrucción de la Iglesia en Europa oriental y el diálogo interreligioso, tendió puentes de amistad y entendimiento con jerarcas de otras confesiones y hasta visitó, por primera ocasión para un papa, la sinagoga de Roma. En una histórica Jornada Mundial del Perdón, expresó su pesar por los excesos que pudiera haber cometido la Iglesia a lo largo de su historia, y eso no fue poco.
Sin embargo, sus pronunciamientos quedan matizados por su certeza de que la Iglesia católica es la única que ofrece la opción salvífica. Al igual que Juan XXIII, también abogó por el desarrollo a través de su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Sobre la preocupación social de la Iglesia, aunque nunca pudo separar su ministerio pastoral de sus posturas ideológicas.
Para muestra basta un botón: el mundo recuerda la molestia de Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua, cuando en marzo de 1983 se encontró con el sacerdote Ernesto Cardenal, ya entonces integrante del gobierno sandinista, a quien reclamó la incompatibilidad de la sotana religiosa con el ejercicio de la política activa. Sí, Juan Pablo II hoy es santo de la Iglesia católica; sí, Juan Pablo II fue uno de los más notables estadistas de las últimas décadas.
En la ceremonia de canonización, Jorge Bergoglio hizo bien al definir a ambos nuevos santos como los dos “papas valientes del siglo XX”. Los nuevos santos, uno liberal y otro conservador, fueron congruentes con sus ideas y pavimentaron el camino de una Iglesia que hoy trabaja a favor de la “civilización del amor y la globalización de la solidaridad”. Francisco, el papa argentino, el pontífice latinoamericano, sabe que la reconciliación es sana y permite avanzar hacia el futuro. También es un estadista.