En la frontera sur de Estados Unidos

Humberto Guzmán

Dos meses atrás, tuve la oportunidad de visitar Tijuana, una ciudad que mucho quería conocer. He impartido allí un curso de escritura de novela,        que es a lo que me he venido especializando. No es lo mismo una clase académica de literatura que otra sobre el ejercicio de la escritura de novela y cuento.

Ya en Tijuana, fueron tan amables que me recibieron en el aeropuerto y, en el camino al hotel, transitamos por la avenida que es el fin de México, en ese punto, y que exhibe, de manera ominosa, una muralla, no china, sino estadounidense. No es grata a la vista. Metálica, muy alta, reforzada (en algunos tramos son dos bardas paralelas, queda un espacio de nadie entre ellas, como era en Berlín) y con círculos de alambrada de púas como peligrosas crestas de guerra. Con cámaras de video y lámparas infrarrojas para distinguir cuerpos móviles en la noche. Desconfiados, la metieron hasta el mar. Instalada por los estadounidenses, sólo por eso, no demuestran el menor recato —ya no digo respeto— hacia sus vecinos del sur. Pero se ajusta a la idea que me asalta cuando reflexiono sobre esa nación.

Recuerdo que en mis años veinte y treinta le di la espalda a la gran atracción que sienten los mexicanos —y casi todo el mundo— por the american way of life. Nunca me impresionaron demasiado sus películas hollywoodenses, sus ciudades, su orden, sus éxitos, su libertad defendida por policías bastante brutales, especialmente contra gente como los mexicanos indocumentados. Me viene a la mente un caso reciente en el que unos policías cualesquiera (normales) asesinaron a balazos a un joven negro que, según se ve en el video, no obedeció la orden de soltar una navaja. Varios adolescentes mexicanos, según recuerdo de las noticias, han sido ultimados de esa artera manera aun estando en tierras nacionales.

Aunque he gustado de su música popular, el rock, el jazz y blues (del country no), algo de su cine y de su literatura, sus divas, entre otras cosas, he sido renuente a aceptar su idealización, como lo hacen millones de mexicanos. Creo que la ignorancia de nosotros mismos ha ayudado en gran medida a esta penosa empresa. Desde hace dos siglos.

Los estadounidenses, hay que reconocerlo, son coherentes con su idiosincrasia del Lejano Oeste, del individualismo feroz y de la rigidez luterana, aun en su propio país, disfrazada de protección de las libertades civiles y de la democracia. Por eso son cultivadores de la guerra; siempre encuentran un enemigo ad hoc. Son una nación guerrera de por sí. Cuando existía la URSS, de funesto recuerdo —ahora Putin trata de recoger los polvos de ayer, poniendo en peligro la paz mundial—, Estados Unidos tal vez se sintió cómodo al contar con un contrincante de “peso pesado”.

Como dije, el muro de Estados Unidos, que me recordó al célebre Muro de Berlín, o aquel otro (y el mismo) muro, la férrea “Cortina de Hierro”, levantada por los países del cinturón comunista para protegerse de la agresión del capitalismo y —más importante— para que no escapara nadie del “paraíso socialista”. El de Estados Unidos, al contrario, es para protegerse de sus millones de adoradores extranjeros.

Pero ¿qué es lo que divide este neomuro de Berlín, esta neomuralla china, construida por estados Unidos en la frontera con México? ¿Por qué no con Canadá? ¿Divide, acaso, dos puntos de vista diferentes de ver el mundo, la civilización, la moral? De una manera sí. Pero de otra no, lo que dividen son las diferentes economías. Y, de paso, nuestras opuestas culturas (todavía, a pesar de la penetración religiosa, estilo de vida a través del cine y la televisión, música pop, estadounidenses).

Y, sin embargo, los mexicanos no sólo han soportado sus desplantes (han sufrido algunas de sus invasiones militares, injustas si las hay), han sido despojados de su territorio, sino que también, y en primer lugar, los idolatran y, en consecuencia, sueñan con ser como ellos. Pobres, jamás lo serán. Cuando se acercan más es cuando les hacen el juego y tienen fortuna, pues, hay que triunfar, y, ya se sabe, no es lo mismo hacerlo en México que en aquel país. El éxito allá, del otro lado, sí es éxito. Por eso los cineastas mexicanos que viven allá parecen que se han asimilado a la mentalidad estadounidense, es decir, hacen cine estadounidense para estadounidenses. Se comprende. Muchos otros lo han hecho. Están allá y hay que triunfar.

Pero lo que se ve es que en Estados Unidos se triunfa dejando de ser uno mismo y pasando a una especie de limbo que es o que tolera esta poderosa nación. En eso, con demostraciones como la del Muro en nuestra frontera norte, Estados Unidos se declara paranoico, decidido a defenderse de invasiones, pacíficas inclusive, de adoradores indeseados. Con ellos todo, contra ellos nada. Ellos vigilan lo que es suyo y lo que consideran suyo. “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.