El gran proyecto/I-II
Guillermo García Oropeza
Perdonen que empiece con una nota personal y es que yo fui arquitecto recibido, profesor y toda la cosa y hasta estudié planeación urbana en Estados Unidos y en Europa. Cierto que era bastante malito porque la arquitectura no me amaba como yo la amaba a ella, y por amarla caminé y caminé por medio mundo desde Leningrado a Ispahan, de Estocolmo a Tánger, de Boston hasta Buenos Aires, desde Le Corbusier hasta Niemeyer pasando por Mies y el tal Frank Lloyd Wright, y créanme que no hay peregrinos más sufridos que los arquitectos que somos capaces de andar y andar para ver una fachada, unas columnas, una esplendorosa mezquita.
Pero, ni modo, me dio el mal de letras y en vez de hacer casitas me dediqué a escribir libros y artículos. Pero desde el exilio he seguido las novedades arquitectónicas. Además nací en este país que es tierra de grandes arquitecturas, en Tajín o en Puebla y donde los barrocos florecen con vigor tropical.
México tuvo durante mi juventud de estudiante una época de oro, como la del cine nacional, en el tiempo de los maestros Villagrán o Enrique Yáñez, en los tiempos de Pani y de Barragán. Tiempos de la CU y del Pedregal, exótica flor en un malpaís.
México, donde la arquitectura que en un tiempo se estudiaba en San Carlos o en París, hoy se enseña en 266, sí, en 266 escuelas, institutos, campus (¿cuál es el plural?) y donde debe haber incontables arquitectos. Y me imagino que, de tantos, habrá alguno bueno.
Uno digno de realizar el máximo proyecto de este sexenio: el aeropuerto de la ciudad de México. El aeropuerto que flotará —espero— en el masacrado lago de Texcoco, si es que entendí el proyecto que se debe a un lord inglés, el barón de Thames and Bank, Norman Foster. Un arquitecto internacionalísimo ganador del Pritzker y del Príncipe de Asturias y que proyectó para Londres un rascacielos de lo más fálico, y para Moscú el edificio más grande y demencial del mundo a precio de ganga: 4 mil millones de los verdes.
Es cierto que el aeropuerto de Lord Foster sólo cuesta 16 mil millones de pesitos y que tiene un socio mexicano, el arquitecto Fernando Romero, cuya obra confieso no conocer, pero que debe ser maravillosa aunque seguramente algo le ayudó a conseguir esta chambita el ser yerno de Carlos Slim, lo que me recuerda aquella anécdota del show business, cuando Nancy Sinatra tuvo éxito con una canción y le preguntaron a uno del gremio qué opinaba de eso; contestó lapidariamente: “Pues sí, Nancy canta muy bien pero si no fuera hija de Frank, ¡trabajaría de dependienta en un Woolworth…!” Mal pensado que es uno…