El gran proyecto/II parte y última

 

Guillermo García Oropeza

El nuevo aeropuerto de la ciudad de México resulta ser, desde el punto de vista de la arquitectura, el proyecto más importante del sexenio, y como sabemos será la creación de un lord británico y quien seguramente ha de ser el mejor arquitecto mexicano a quien el gobierno premiará así su celebérrima trayectoria. Repito que escribo como arquitecto y amante de la arquitectura que soy y para quien el proyecto me ha sugerido ciertas reflexiones. Entre otras constatar una vez más que la arquitectura moderna en la que me formé ya está tan muerta como el gótico o el románico.

Para los no arquitectos diré que esa arquitectura moderna se fue formando en Europa y Estados Unidos a partir de las últimas décadas del siglo XIX y principios del pasado en reacción al eclecticismo entonces imperante. Este nuevo estilo austero y rebelde va surgiendo en Austria, Alemania, Holanda, Gran Bretaña y en ciudades como Chicago, y quiere ser honesto, limpio, lógico, práctico y con una profunda conciencia social. Y allí estaría la Bauhaus entre tantos ejemplos. Cierto que las ideologías lo penetran, el nazismo o la brillante primavera de Lenin. Conocerá sus grandes maestros a partir de la Segunda Guerra y será estilo mundial desde Japón o Brasil hasta México. Pero luego aparece ese horror comparable a la peste negra que es el neoliberalismo y el orgasmo del gran capital que requiere una nueva arquitectura para levantar sus monumentos, sus edificios corporativos, sus hoteles de lujo… sus aeropuertos.

Otra reflexión ha sido para mí el recuerdo de que no es la primera vez que un gobierno mexicano trae a un arquitecto extranjero como si no los hubiera buenos en el país y me acordé de Adamo Boari, aquel italiano traído por Porfirio Díaz y que nos dejó edificios opulentos como el Correo Mayor tan veneciano, el que hoy aloja el Munal, el Expiatorio de Guadalajara en gótico italianado y sobre todo el Palacio de Bellas Artes, que iba a ser el gran símbolo del porfirismo pero al que se la atravesó la Revolución y fue terminado en surrealista y hermoso estilo mexicano por los arquitectos Muñoz y Mariscal allá en 1934.

Y es que las grandes obras no siempre las terminan quienes las empiezan. Pero todas mis reflexiones de arquitecto parece que no le importan a nadie y lo único que provoco con quienes comento lo del “gran proyecto” es un curioso juego de lo más mexicano: el de apostar “de a cuánto van a ser los moches pa’los manotas” y se habla de cantidades fabulosas aunque yo —a quien me enseñaron los maristas a no pensar mal de nadie— creo que todo se llevará a cabo en la más virginal y absoluta transparencia.