Charlie Hebdo

 

 

 

Humberto Guzmán

Una idea general a la que se podría llegar después de los asesinatos cometidos contra la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en fechas recientes, es que hay que salvar la “libertad de expresión”, evitar la censura, fortalecer el “derecho a la crítica” ante los ataques de los fanáticos y los terroristas, yo agregaría: y de la mediocridad o la autocensura —miedo a ser castigado, o a ser mal visto—.

Aunque el analista David Brooks, de The New York Times (El País, 10 de enero de 2015), señala que estos “mártires de la libertad de expresión” de haber intentado publicar “su periódico satírico en cualquier campus universitario estadounidense durante las últimas décadas”…, “los grupos de estudiantes y docentes los habrían acusado de incitación al odio”.

¿Cuándo es libertad de expresión y cuándo es incitación al odio, que es algo en contra de la primera? Lo interesante aquí es que, sobre todo en un asesinato terrorista, las exageraciones están en un lado y en el otro. Para los fundamentalistas (religiosos o políticos populistas) toda crítica a ellos será considerada un ataque franco, que es la mejor manera de anularlo sin argumentos. Piensan que lo que creen está escrito en las Tablas de la Ley y que debe ser aceptado por todos. Pero, los críticos satíricos, como los que ejercen la caricaturización, explica Brooks, son “expertos en provocación y ridiculización” y por eso “ponen de relieve la estupidez de los fundamentalistas”.

En México, como en todas partes, se corre peligro al practicar la sátira y la crítica (aparte las denuncias contra el poder criminal, político y de corrupción), porque se da la autocensura y la incomprensión gremial.

Y esto viene a cuento, porque hay que hacer la diferencia entre una expresión solo difamante y otra que es una crítica certera. ¿Quién va decidir qué es qué y con qué razón? Recordemos la tontería de políticos o funcionarios cuando se quieren hacer muy demócratas y quieren castigar a quien use la palabra “maricón” o cualquier otra de onda homosexual, por su actualidad, o “puto” en el campo de futbol. Están coartando la libertad de expresión y el caudal del lenguaje español de México por cierto. Solo quedan en ridículo.

Si se ponen a proteger a una minoría u otra, tendrían que hacerlo con todos. Por ejemplo, prohibir la palabra “macho” para insultar a ciertos hombres. Macho tiene un significado real y no debe ser ofensivo. Si se prohíbe “indio” —que es una palabra histórica— o “morenito”, tendría que invalidarse esa horrible de “gachupín”, o “güerito” -¿o estas no son despectivas?-, entre muchas más.

La situación que presenta Charlie Hebdo es de terror. Se tiene derecho a la ridiculización de la caricatura, en tanto los religiosos tienen derecho al respeto a su religión. Pero cómo responder con un asesinato a un dibujo burlesco, por grosero que resulte. Luego será una novela, un artículo, una expresión, una palabra.

En México, en este sexenio —aun años atrás—, se han permitido peligrosas prácticas de “protesta”. Desde una bombita molotov en el Zócalo o el aeropuerto, hasta, entre muchas más, el incendio de puertas históricas, edificios, agresiones a la propiedad privada, se ha obligado a pedir perdón públicamente, burlándose de los derechos individuales de las víctimas. Y las autoridades no resguardan “el imperio de la ley” de todo Estado.

No hay diferencia entre libertad y desenfreno, entre derecho y abuso, entre protesta y delito. No hay quién lo entienda y ahí radica el verdadero peligro de nuestras “sociedades libres” que no saben qué es y para qué es la libertad y menos cómo preservarla. México da ahora una imagen deplorable en este sentido.

Recordemos que: “la democracia, que en un principio toma los cauces de la libertad y la igualdad, acaba por caer en excesos demagógicos, se entrega a las pasiones, y el pueblo se entrega a quien sabe halagarlo”, interpreta Rubén Salazar Mallén a Polibio (201-120 a C) en Desarrollo histórico del pensamiento político.

En México se nota negligencia de las instituciones y por ahí entra la anarquía —y no la de los “anarcos” callejeros—. Por supuesto, hay que defenderse de las amenazas en contra de la civilización occidental y sus valores fundamentales, como el ejercicio de la crítica y la libertad individual, pero también de las que intentan sepultarla aquí en lo doméstico.