González Iñárritu y su Birdman

 

Mario Saavedra

Bien ha escrito el novelista bohemio Milan Kundera que uno de los signos distintivos que mejor definen el arte de verdad y auténtico es su condición suprema de búsqueda inmanente, y que cada nuevo ejercicio estético, más allá de que su creador haya conseguido antes algún paso hacia delante en su personal itinerario, implica un volver obsesivamente a indagar en la esencia del ser y de su existir. La única verdad absoluta del arte no puede ser otra más que esta exploración sin descanso, por múltiples cauces o vías posibles, unas veces con mayor fortuna que otras, tras esa insondable realidad de que el creador responde a un llamado que se manifiesta en el cruce casi milagroso de cuanto solemos llamar vocación y talento.

En esta constante nodal del arte genuino me ha hecho recapacitar la más reciente cinta del mexicano Alejandro González Iñárritu, Birdman (Estados Unidos, 2014), pues constituye, creo, la madura consolidación de un talentoso realizador cuyo derrotero creativo bien define la que ha sido, en su caso, una búsqueda tan sólida como coherente. Desde su inicial y reveladora Amores perros hasta su anterior y más bien inacabada Biutiful, y más allá de distintas e incluso contrapuestas opiniones con respecto a cada uno de estos distintos pero conectados ejercicios (los otros dos, intermedios, son 21 gramos y Babel), Birdman supone la confirmación de un cineasta que ya puede darse el lujo de hacer un alto en el camino y plantearse esa afirmación de que todos –distintos– cauces pueden conducir a un mismo puerto.

Y por qué no también un maduro homenaje a otros grandes maestros anteriores que ha manifestado admirar como Godard, Hitchcock o Truffaut, González Iñárritu y sus coguionistas Alexander Dinelaris, Nicolás Giacobone y Armando Bo, con quienes también escribió Biutiful, el proceso de escritura de Birdman supone ser el resultado de un taller profundamente consensado por sus hacedores, una auténtica obra maestra por cuanto aborda y el cómo lo hace, la consecución del cruce de distintas y complementarias voces en torno a aspectos torales del ser y de la existencia, volviendo otra vez a Kundera. Y lo hace en la persona de una estrella del cine venida a menos, a quien le ha pasado su momento en Hollywood (Michael Keaton, en otro tiempo Batman, de frente a su alter ego y en el papel de su carrera), tratando ahora de recuperar terreno en Broadway.

Sin dejar títere con cabeza, se aglutinan en esta honda reflexión a manera de comedia ácida sobre el star system, sin pretexto y pisando callos sensibles, la parafernalia y la desmedida voracidad de lo que Mario Vargas Llosa ha dado en llamar la “civilización del espectáculo”, el ego y la megalomanía de las figuras que lo alimentan, la banalidad y el morbo de un público masivo fácil, el egoísmo y la visceralidad de la crítica en un terreno tan proclive al esnobismo, y por qué no hasta la neurosis y la esquizofrenia como válvulas de escape, porque el arte mismo —tanto para el creador como para el público destinatario— implica una buena dosis de esta fuga con respecto a una realidad real inclemente.

No sé si entre las nueve nominaciones al Oscar entre las que se encuentra Birdman, lo cual en sentido estricto sólo viene a corroborar la solvencia de una cinta de autor cuyo rasgo dominante es el valor de su autor y de quienes lo acompañan para arriesgarse a pisar otros terrenos y salir de una zona de confort, gane la de Mejor Película y la de Mejor Director, sobre todo porque tiene otras fuertes competidoras como Whiplash o Selma. Pero hay tres categorías en las cuales me parece sí va en caballo de hacienda, desde luego la ya citada de Mejor Guión Original, y la de Mejor Cinematografía que en la persona del talentosísimo mexicano Emmanuel “El Chivo” Lubezki lleva hasta sus últimas consecuencias y con muy buena fortuna lo que Iñárritu y sus coguionistas se permitieron si acaso imaginar y llevarlo a la pantalla, en largos planos secuencia que dan la ilusión de que fuera uno solo, sin cortes, sin desvíos ni interrupciones, como se supone opera la propia mente humana que nunca descansa, mucho menos en los largos periodos de sueño donde el inconsciente desdobla otros soterrados espacios de asociación o ruptura con la realidad y el mundo, con lo intangible pero dominante, con cuanto se disocia del ser lógico y en cambio controla buena parte de cuanto somos, nuestros miedos y miserias.

Después de haberlo logrado el año pasado con la premiada Gravity, del también mexicano Alfonso Cuarón, y luego de otras numerosa nominaciones, Lubezki haría historia de concretarse este premio que merece con todas las de la ley, porque la audaz apuesta de Iñárritu logra con él una concreción más allá de lo previsible, de lo siquiera imaginado.

Con una primera actuación masculina que pone al mencionado Michael Keaton en el papel de su carrera y que asume a fondo, más allá de cualquier pudor o miedo al ridículo, porque es un desnudarse en cuerpo y alma (ése es el tercer galardón que también se ve firme), Birdman no es una película fácil ni mucho menos comercial, entre otras razones porque lanza, como dardos implacables, razonamientos y juicios que dejan al espectador más que vapuleado; sus complejos y conflictuados personajes son portavoces de un discurso atronador, despiadado. En este sentido, no se trata, ni mucho menos, de una película complaciente, y en cambio sí en la línea de ese cine de autor que obliga a la participación activa de un espectador sensible, agudo, dispuesto a aceptar que el arte debe transformarnos, inquietarnos, llevarnos fuera de nuestro centro.