LA SOMBRA EN EL MURO

La novela en México en los sesentas

 

Humberto Guzmán

México es un país de historia. Y la novela no iba a ser la excepción. Existen narraciones novelescas en los siglos de la Nueva España, que, se les olvida, también es México.

Durante el siglo XIX, algunos mexicanos cultivaron este género tan socorrido en Europa y Estados Unidos. El periquillo sarniento, de Joaquín Fernández de Lizardi (1816), señalada como la primera novela mexicana y Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, serían un ejemplo.

 

Preámbulo de la modernidad

Es en el siglo XX cuando, nutridas por la Revolución Mexicana surgen novelas tan importantes como La sombra del caudillo (1929), la mejor de este periodo, de Martín Luis Guzmán, y Los de abajo (1916), de Mariano Azuela.

Posteriormente salieron, como preámbulo de la modernidad de los años sesenta, Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo y Confabulario total y La feria (1963), de Juan José Arreola. Éste se convertiría en un maestro al popularizar el taller literario. No lo inventó, pero lo caracterizó. (En la Nueva España debieron existir las tertulias literarias, como en el s. XIX, donde se discutía de literatura, política o ciencia de la época, además de las obras de los participantes.)

El taller de Arreola

En 1967, todavía me tocó la fortuna de asistir a un taller de creación literaria de Juan José Arreola en el Politécnico, donde yo era estudiante. En seguida pasó a la televisión y amplió el tema de la poesía y el teatro, sobre todo del Siglo de Oro español, del que era conocedor.

En su taller se encontraron jóvenes de entonces, como el célebre José Agustín, a quien le publicó La tumba, con la que empezó su larga trayectoria. Estaban descubriendo a los jóvenes y de pronto algunos de ellos escribían. Allí estaban René Avilés Fabila (mi primer editor y vecino en la Colonia Postal), por supuesto Jorge Arturo Ojeda, que fungía como una especie de secretario de Arreola, Elsa Cross, Juan Tovar, Alejandro Aura, que imitaba un poco al maestro, Andrés González Pagés, entre otros. A éste y Tovar, los conocí gracias al primer concurso de cuento del IPN (que gané con “La calle”), igual que a Emilio Carballido, del que también fui alumno en su taller de dramaturgia en la misma institución y fecha.

José Agustín afianzaría su fama entre los preparatorianos del Distrito Federal, con De perfil (1966). Gustavo Sáinz publicó antes Gazapo (1965), que ganó notoriedad también por su temática juvenil. Parménides García Saldaña publicaría El rey criollo (1971) y En la ruta de la onda (1974), por si hubiera duda de su fidelidad a “la onda”. Son los tres que se ubican en esta corriente.

Recordemos que la novela On the road (1957), de Jack Kerouac, fue muy influyente entre la generación beat, de los hipsters estadounidenses de finales de los cincuenta y principios de los sesenta y, es de suponer, de estos jóvenes de “la onda”, pero no se parece a las mexicanas, excepto en la intención.

 

Farabeuf fue una granada

Alguna vez alguien me comentó que yo también entraba en ese rubro, porque en 1971 publiqué mi primera novela, El sótano blanco, donde el protagonista era un adolescente desorientado, con algo de agresividad contenida —a veces no—, que escuchaba rock, y que termina sin futuro alguno —¿habrá sido autobiográfica?

José Agustín rechaza la etiqueta de “la onda” y culpa a Margo Glantz de haberlo encasillado. Pero ni a él ni a Sáinz les fue nada mal.

Para mí, la modernidad en la novela, en México, me estalló como una granada cuando cayó en mis manos Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo, que apareció, sorprendiendo por su rareza, en 1965. Ya había leído a Samuel Beckett, a Allan Robbe-Grillet y algo de Nathalie Sarraute. Me parece que nunca fue del agrado de Elizondo que lo relacionaran con la Nouveau Roman. Hablaba de Mallarmé y de James Joyce. Fue un privilegio tener a Elizondo, Juan Rulfo y don Francisco Monterde como tutores en el Centro Mexicano de Escritores en 1971.

Fuera de mis cercanías, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Juan García Ponce, Sergio Pitol, otros más, publicaron sonados libros.

Pero, en 1967 se dio a conocer Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, que respeta más que Farabeuf los lineamientos de la “nueva novela”. Además tradujo Como es, de Beckett. Lástima que no escribió más con este tono. Quizás era mal visto.

Pacheco contó alguna vez que Carlos Monsiváis, que no era novelista ni cuentista, le preguntó que para qué había escrito Morirás lejos. Pese a eso, yo intenté seguir un poco en este sentido con Manuscrito anónimo llamado consigna idiota (1975) y luego la autodestrucción del texto novelístico en Historia fingida de la disección de un cuerpo (1982), con lo que me alejé de “la onda”.

Los fabulosos años sesenta repercutieron en los setentas y los ochentas. Creo que hasta la actualidad.