LA SOMBRA EN EL MURO

Cincuenta años de Farabeuf

Humberto Guzmán

Hace cincuenta años, en noviembre de 1965, Joaquín Mortiz publicó una novela que sorprendería al público lector de México. Me refiero a Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo (1932-2006). Fue toda una revelación.

A partir de ese título, Elizondo daría a conocer sus siguientes libros de ficción tan raros y significativos como el citado. La buena acogida de una obra artística, cualesquiera que sea el género, no se reduce a su calidad, sino que, unas veces tiene qué ver con la suerte, otras con la capacidad de promoción del artista.

En la aceptación de Farabeuf, además de su originalidad, tal vez ayudó la atención de Octavio Paz, que fue introductor de vanguardias y de literaturas de otras metrópolis.

 

Ojo morado

Elizondo publicaría: Narda o el verano, El retrato de Zoé y otras mentiras, El hipogeo secreto, Elsinore y El grafógrafo, entre otros. Un elemento importante, a pesar del aparente intelectualismo que caracteriza una obra sofisticada como ésta, es el azar, no como sinónimo de vaguedad, sino como un resultado especulativo, originado por la elección y aun la deducción racional.

Por cierto, a Elizondo le interesaban las matemáticas y la geometría. Le gustaba el box —lo que comparto— al grado de que iba a la función de los sábados en la Arena Coliseo: dar, recibir y quitarse golpes de acuerdo con reglas establecidas, a veces con elegancia. Una vez llegó al Centro Mexicano de Escritores con un ojo “morado” y dijo que había sido excitante.

Elizondo fue, además, un maestro para escritores más jóvenes. En mi caso, aprecié la posibilidad de reconocer en su obra de ficción la otra literatura. Una propia de la segunda mitad del siglo XX, de algún modo fantástica, gótica; significó la apertura a otra dimensión que a la literatura mexicana le hacia falta. Influido por literaturas europeas, como la francesa —la nouveau roman, Beckett, Robbe-Grillet…—, Mallarmé y Valery eran caros para él; o la inglesa, manejaba el inglés al grado de que quiso traducir al hermético Finnegans wake de James Joyce, autor del que daba conferencias en El Colegio Nacional.

Gustaba de incluir algunos elementos mórbidos, sádicos o hasta atmósferas de terror en sus relatos, para, tal vez, resolver con una cierta sacudida la percepción de su lector. Pero no era un escritor de terror. Era lo que dije, un escritor raro y sofisticado, interiorista, bien resuelto en su propio arte narrativo.

En su breve autobiografía (1966) Elizondo dice: “Mi visión esencial del mundo es poco edificante; en realidad, no apta de ser difundida”.

Y después venía la habilidad narrativa y su formación literaria. Citaba a Ciorán, Pound, Fenollosa, Bataille, Swimburne, Baudelaire, pero también a Burroughs. Pound lo condujo a estudiar el chino mandarín y su caligrafía, cuando China estaba oculta detrás de su gran Muralla y la dictadura “socialista”.

De los mexicanos reconoció, en su antología personal, a Torri, Paz, Rulfo, Arreola… A Elizondo lo conocí en el Centro Mexicano de Escritores, donde presidía la mesa junto con Juan Rulfo y don Francisco Monterde. Invaluable, la cercanía con tales personalidades, durante un año. Me importaba el valor de su personalidad, sus opiniones literarias y de cualquier cosa.

Salir de la cloaca

Suicidios, amores oscuros, una violencia en contra del mundo que reconocía pero también en contra de sí mismo (como revela en su autobiografía y no se refería a una violencia obvia: político-social-económica, sino a una más personal y existencial) lo impregnaba pero no lo extinguía, lo alimentaba y de allí emergió su obra.

Farabeuf surge, entre otras cosas, de un acto de azar, filosófico, que es una tirada de monedas del I Ching, ese libro milenario y anónimo de la cultura china. Es “la crónica de un instante” (el instante de la muerte), frase que no fue de Elizondo –dicho por él mismo-, sino de su editor Joaquín Diez Canedo. Le importaba la muerte como un fenómeno aterrador pero inseparable de la vida. Por eso, en Farabeuf se aprecia un rito sádico-masoquista que nos lleva a la fascinación de la razón y de su capacidad de ficción. Ilustrado esto con la fotografía de un suplicio de los boxers, sociedad secreta china de antaño, llamado “Los mil cortes” y que tomó de su conocimiento de George Bataille.

“…faltan pocas horas para que salga el sol y entonces habrá que reanudar la tarea de tratar de salir de la cloaca”, termina su autobiografía, que no quiso que volviera a publicarse. Lo recuerdo cuando, en un video hecho poco antes de su muerte, lo toman de perfil, le da vuelta la cámara y dice con esa voz tan característica que tenía: “La literatura que se hace para vender… no sirve”.