En torno a la obra de Gustav Klimt

Mario Saavedra

Del director británico Simon Curtis, mucho más experimentado y conocido en el medio de la televisión, y del mismo productor del hondo y conmovedor proyecto cinematográfico Philomena, del realizador también inglés Stephen Frears, La dama de oro (The woman in gold, Reino Unido-Estados Unidos, 2015), con un sólido guión de Alexi Kaye Campbell, narra en tres tiempos la historia del famoso retrato homónimo del gran artista plástico austriaco de transición Gustav Klimt.

Filme muy bien contado y mejor hecho, todo arranca cuando, un siglo después de que este notable pintor retratara a la acaudalada judía vienesa Adele Bloch-Bauer, la sobrina de la modelo más pintada por Klimt, Maria Altmann (extraordinariamente interpretada por la primera actriz inglesa Helen Mirren), emprendiera un juicio para recuperar parte de los bienes que como familia semita le habían sido confiscados por el Tercer Reich tras su entrada triunfante y su violenta toma de Viena.

Como tantos judíos que lograron salvar la vida y huir de los horrores del Holocausto nazi, la entonces joven Maria Altmann y su esposo se exiliaron en Estados Unidos y allí trataron de reconstruir su vida, después de haberse tenido que separar de quienes desgraciadamente no corrieron con mejor suerte.

A partir de una nueva ley austriaca que medio siglo después dio puerta abierta para emprender litigios y pelear por lo que les había sido arrebatado, esta mujer regresa a su tierra después de sesenta años para reclamar al menos algunas de las obras de arte que los nazis le habían confiscado a su familia, empezando por supuesto por el citado Retrato de Adele Bloch-Bauer I, de Gustav Klimt. Y lo hará de la mano de un joven abogado (a quien da vida Ryan Reynolds) que resulta ser nieto nada más y nada menos que del ya legendario y paradigmático compositor Arnold Schönberg, padre del Dodecafonismo y quien en su exilio norteamericano trocaría su apellido en Schoenberg.

 

La Mona Lisa de Klimt

Recuperado apenas en 2006 por Maria Altmann, y vendido por la escandalosa cifra de 135 millones de dólares a un rico empresario, Ronald Lauder, que desde entonces lo exhibe en su extraordinaria Neue Galerie de Nueva York, a mí me tocó todavía conocer esta “Mona Lisa vienesa” en el Belvedere, en 1991, junto a sus demás hermanas que hacen la colección más importante de Klimt. Hermoso pretexto de recuperación del pasado, con todo lo que ello implica de reencontrarse con espejismos y tribulaciones de otros tiempos, La dama de oro, como los alemanes le llamaron a este imponente retrato para borrar con ello cualquier vestigio judío, está contada en tres tiempos que van de adelante hacia atrás, primero el presente del juicio y la recuperación de la obra, y en seguida, a manera de frashbacks que se recuperan a través de la memoria doliente de la protagonista, el momento en que su tía es pintada por el genio austrohúngaro, y luego cuando los nazis los detienen y confiscan sus propiedades.

Ligada la propia obra de ruptura de Klimt al Eros y el Thanatos, conforme amor y muerte son dos temas neurálgicos en su pintura revolucionaria, Maria Altmann y su joven cómplice Randolf Schoenberg coinciden en la rememoración de dos artistas que por sus respectivas vías de expresión contribuyeron de manera notable en el parteaguas estético hacia la contemporaneidad, porque ambos fueron vigías ilustres en medio de una profunda crisis intelectual y anímica, abogando por la consecución de un mundo nuevo. Sordo y ciego al llamado de éstos y otros grandes pensadores y artistas, el mundo se abismaría de todos modos en una hecatombe de proporciones descomunales, con la propia mercantilización extrema y ya obscena de una práctica artística cada vez más cercana y seducida por lo que Mario Vargas Llosa ha dado en llamar la “civilización del espectáculo”.

 

Reconciliarse con el pasado

Una hermosa y convincente puesta en escena de Simon Curtis, impecablemente ambientada, con un bello soundtrack del muy talentoso músico alemán Hans Zimmer, Helen Mirren y Ryan Reynolds protagonizan un mano a mano conmovedor y pletórico de tonalidades, porque sus honestos personajes, construidos a partir de la savia misma de la vida, encarnan la reconciliación con el pasado como único medio expedito para alcanzar la libertad presente, y por qué no, emprender un acto de justicia tras la recuperación de lo perdido. Y aquí también tiene un efecto poderoso la generosa complicidad, pues independientemente de tratarse de dos generaciones diferentes, a ambos los une esa reconciliación con el pasado, ese recuperar las raíces perdidas, ese retornar a Ítaca y reencontrarse —al menos en la memoria, a través de sus recuerdos— con los seres queridos que se quedaron en el camino.

Cuando vemos películas de esta raigambre, con cosas sustantivas que todavía se deben de tratar y de decir, porque el arte de verdad no puede cesar en esa búsqueda de la esencia del ser que es su razón prioritaria, creemos que no todo está perdido, que el cine de arte y de autor puede y sobre todo debe manifestarse con ahínco, con pasión y con verdad, con la intención no de dar fórmulas manidas y lugares comunes de fácil digestión, sino con discursos inteligentes y comprometidos cuya finalidad mayor es conflictuar a un espectador igualmente lúcido y exigente. El mundo no puede reducirse sólo a crisis periódicas, a la injusticia y la miseria como resabios de estatismo, a la corrupción como síntoma de identidad que todo lo consume, al descrédito recurrente de sistemas y gobiernos incompetentes, a la barbarie y la violencia como estados permanentes de convivencia.