Agenda político-religiosa
Guillermo Ordorica R.
En la última década, el mundo ha sido testigo de eventos inéditos en la historia del papado. La muerte de Juan Pablo II en abril de 2005 constituyó un momento trascendente para quienes ya se habían acostumbrado a un pontificado muy conservador, que duró un cuarto de siglo y marcó un peculiar estilo de conducción de los destinos de la Iglesia católica y de la Santa Sede.
La elección de Benedicto XVI para suceder al “papa viajero”, para muchos sorpresiva ante la presunción de que nadie podría superar a Wojtyla, en realidad habría sido la confirmación de la necesidad de la Curia de hacer ajustes que permitieran restaurar la unidad de la Iglesia mediante la reconciliación con jesuitas y lefebvristas; recuperar la centralidad devocionaria de Cristo, amenazada por el exceso marianista de Juan Pablo II; y darle juego político a por lo menos dos generaciones de religiosos que fueron sacrificadas en beneficio del grupo de íntimos del exarzobispo de Cracovia.
Otra cosa es, sin embargo, el reinado de Francisco, un jesuita innovador en sentido amplio, que da frescura a la Iglesia y le permite contemporizar con las tendencias del mundo de la posguerra fría y las necesidades espirituales de las nuevas generaciones de fieles en todos los rincones del planeta.
Con Francisco se abre camino a una forma original y creativa de “vivir y procesar” el dogma, que se sustenta en el optimismo religioso y deja atrás la idea de que todo es pecado. Tan sólo a manera de ejemplos, destacan la actitud tolerante del papa frente a quienes tradicionalmente han sido excluidos de la Iglesia (divorciados y comunidad lésbico-gay), su decisión de conceder a todos los sacerdotes la facultad de absolver del pecado del aborto, y su reciente aprobación a procesos que simplifican la obtención del divorcio eclesiástico.
Otro aspecto que llama la atención del sucesor de San Pedro es su sencillez y compromiso con los desheredados, cualidades que explican que haya adoptado el nombre del “pobre de Asís”. Aunque no es el caminante universal que fue Juan Pablo II, pero sin dejar de viajar y de hacerse presente en diversas regiones, Francisco ha cumplido un notable papel en asuntos de interés global, como el caso de Cuba, donde ha sido factor determinante para la restauración de relaciones diplomáticas entre La Habana y Washington.
En este contexto, no es extraño que del 19 al 28 del actual mes de septiembre el Papa se encuentre en Cuba y Estados Unidos, un doble destino con potencial para perfilar acuerdos útiles para las relaciones hemisféricas, que acredita la autoridad política de la Santa Sede y, por supuesto, la singular forma de Jorge Bergoglio de conducir la diplomacia vaticana con sutileza y efectividad.
En este periplo apostólico, cuyo objetivo central es la participación del Sumo Pontífice en el VIII Encuentro Mundial de las Familias, en Filadelfia, Bergoglio realizará visitas de cortesía a los respectivos jefes de Estado, cumplirá con una agenda de marcada vocación religiosa y especial impacto político, y dirigirá un mensaje en la Organización de las Naciones Unidas, que se espera gire alrededor de la agenda del desarrollo post 2015 y la paz.
La visita a Cuba da seguimiento a las que efectuaron Juan Pablo II en enero de 1998 y Benedicto XVI en marzo de 2012. En particular, busca dotar de contenido concreto el famoso reclamo expresado por Wojtyla en La Habana, de que el mundo se abra a Cuba y que Cuba se abra al mundo.
En territorio isleño, Francisco saludará a los jóvenes del Centro Cultural Padre Félix Varela, organización no gubernamental que busca propiciar el diálogo relacionado con la ética para el desarrollo social sostenible, así como fomentar una cultura de la paz y la prevención de la violencia. El objetivo es claro: el apoyo del papa argentino a esta organización católica lleva implícito su respaldo a otras similares que trabajan por la reconciliación del pueblo cubano. Es un gesto que, al amparo de la devoción popular por la Virgen de la Caridad del Cobre, acompaña los esfuerzos aperturistas del régimen, recientemente coronados con la reanudación de actividades de la embajada de Estados Unidos en La Habana. Por ello, es de esperar que Francisco deje al pueblo y gobierno de Cuba un mensaje de concordia, que aleje el fantasma de la polarización ideológica y pavimente el camino para una transición política ordenada y pacífica en esa entrañable nación caribeña.
En Estados Unidos, los objetivos de la visita papal son variopintos. En ese país protestante y puritano, la presencia de Francisco es un reconocimiento al aporte económico de la Iglesia estadounidense a la sede apostólica y al creciente número de fieles católicos de países latinoamericanos y del Caribe que radican en la Unión Americana. En un sentido religioso, incluso profético y milenarista, la ceremonia de canonización que encabezará el Papa en Washington, del franciscano español Junípero Serra, relevante defensor de los derechos de los naturales y la evangelización en el norte de California en el siglo XVIII, vendría a confirmar que el pueblo estadounidense siempre ha sido parte de la historia de la salvación. Por lo que hace al capítulo político, la visita al Congreso lleva implícito un reconocimiento a los padres fundadores de esa nación y, aunque no se diga, a la estatua de Fray Junípero que albergan sus muros.
Con una adelantada carrera por la sucesión en la Casa Blanca, por cierto no exenta de guiños de intolerancia, se espera que la visita del papa ponga el acento en temas vinculados con la agenda social, según se desprende de la teleconferencia que, en preparación de este viaje, sostuvo hace unos días desde Roma con religiosos y miembros de la comunidad en McAllen; Chicago, y Los Ángeles, en la que abordó temas de migración, desamparo (pobreza) y oportunidades educativas.
Por último y como mera nota, la presencia del Papa en Estados Unidos no puede dejar de verse como un gesto que, desde el Nuevo Mundo, seguiría limando las diferencias que impiden a la Iglesia anglicana incorporarse a la cristiandad romana. ¿Será?
Internacionalista.