Islas Marías
Alguna vez estuve en las Islas Marías, la cárcel de leyenda negra por antonomasia —más que el antiguo Palacio Negro de Lecumberri—. Me vino a la mente, porque conocí a un señor que vivió en ese reclusorio —para reos de alta peligrosidad en su inicio; dicen que ahora otra vez lo es—. Él vivió en esas islas de niño, allí creció. Su padre, autor de más de un asesinato, fue condenado a doce años en esa cárcel de “muros de agua”, a 112 kilómetros de la costa de Nayarit, México.
Pedro, como lo llamo aquí, junto con su familia, convivió con su padre durante su condena. Me mostró una vieja fotografía tomada en la Isla Madre, donde se encuentra el penal. (No sé cómo la hicieron, no se permiten cámaras fotográficas, teléfonos móviles, grabadoras; tampoco acercarse a las playas y muelle; para moverse a otro sitio necesitan un salvoconducto, pasan lista tres veces al día y en la noche nadie sale.)
Señaló a su padre, alto, blanco, a él, dos hermanos. Creí reconocer el sitio, enfrente de la biblioteca, que si era la que yo visitaba, era parte de un conjunto: la casa de gobierno y oficinas. Me di cuenta de que no me lo contaba como una tragedia sino como algo fuera de lo ordinario. Esta foto se tomó en las Islas Marías, explicó. Éste soy yo. Ahí está mi padre, descendiente de catalanes. Luego tomó de la bolsa de su camisa una hoja que registraba la boda de sus padres en la iglesia de Balleto, como se conoce el campamento.
Todo indica que el señor era un individuo violento. Llegaba con facilidad a los golpes, en la familia y fuera de ella. Su hijo Pedro es un hombre de casi setenta años, alto, como aquél, fuerte aún, con familia y acepta que también cometió algunos actos de violencia, sin saber que, en parte, era la que ya le habían impuesto. Pero, yo lo conocí en santa paz, trabajando, platicando, con tranquilidad.
Me contó que en esa época fue monaguillo en la iglesia de las Islas. Le dije a mi vez que yo de niño quise serlo de la iglesia de mi colonia, pero no le dije que no pude porque la única condición era que “tú y tus padres sean católicos”. Mi padre había dicho que él no era católico (siguiendo a mi abuelo que había sido carrancista y, como acostumbraban decir muchos revolucionarios, ateo). No pude mentir, y solo me excluí de lo que quise ser en un momento de mi niñez.
Pedro sí fue acólito, con su faldita roja y camisola blanca y, según contó, lo disfrutó: tocaba la campana para dar avisos a los creyentes y echaba incienso al sacerdote mientras decía la misa. Se le salió decir, con culpa, que a su madre la hizo sufrir primero su padre, y después él, cuando creció.
¿En qué pasaba las largas horas en las Islas Marías? Vigiladas éstas por los marinos, con “armas de uso exclusivo del ejército”: no lo hacen con los presos, sino que cuidan un territorio de México en el Océano Pacífico. A los presos los vigilan miembros de un cuerpo policíaco del reclusorio, hasta donde vi, sin armas. Solo la Isla Madre está habitada, las otras dos no. Vuelan grupos de pericos verde claro con copete amarillo, y dicen que viven en pareja. Los contemplé volar, efectivamente, en parejas.
En las partes altas, refresca la temperatura y existen árboles de maderas finas. Como hay niños, me dijeron, no permiten la llegada de ciertos delincuentes sexuales. Había dos salones como escuela primaria y hasta un camión para transportar a los niños a clase. Como dijo un “interno”, cuando pasó al estrado a cantar, un domingo por la tarde, en que yo estuve presente. La canción decía: “las rejas de la prisión no matan…”, se interrumpió para decir, no…, pero sí…
A mí me había hablado por teléfono un colega, que trabajaba en Literatura del INBA, Salvador Castañeda, para preguntarme si quería dar un curso en las Islas Marías. Por supuesto, acepté. Me pareció increíble conocer ese complejo penitenciario…, pero no como preso. Fue en 1997 o 1998. Las Islas Marías ya no eran la cárcel de tortura —como si las del continente no lo fueran— que rezaba la leyenda. ¿Se acuerdan de la película de Pedro Infante, donde se ve cómo trabajaban en las salinas hasta la extenuación e incluso la muerte?
En la biblioteca, donde admiraba el paisaje marino: las gaviotas volaban en picada por su presa, un pez espada saltaba en la línea del mar, descubrí un tomo de las obras completas de Martín Luis Guzmán. Leí un “guión literario” suyo titulado Islas Marías, que, en realidad, resultó magnífica novela. También encontré Los muros de agua, de José Revueltas, que de bueno solo tenía el título. Revueltas estuvo preso en las Islas y cuando era más duro serlo. Guzmán la habrá visitado, pero no fue uno de sus “internos”.
Finalmente, Pedro me contó que cuando su padre cumplió su condena en las Islas Marías (antes había estado en el Palacio Negro de Lecumberri) y volvieron a su rumbo en la Ciudad de México, allá por Iztacalco, más tardaron en llegar que en saberse de su liberación. Al parecer, lo estaban esperando los vengadores de los finados. Un día desapareció, y cuando dieron con él, dos días después, tenía veintitantas puñaladas en el cuerpo. Y este crimen, como muchos otros, quedó impune.