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Quise buscar los caminos de mis novelas Los buscadores de la dicha y Los extraños que tienen como trasfondo Praga.

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31 años después de mi última visita

Un jueves llegué tarde a mi casa y me encontré con un recado de Kostia en la contestadora. No manejo móvil por no caer en la superficialidad de la comunicación, pero algunas veces lo lamento. Había descubierto por la internet un buen precio de viaje a Praga. Y el 27 de julio pasado salíamos con ese destino. Increíble, muchos mexicanos viajaban a Europa, ¿no que la crisis está acabando con el país?

Volví a Praga treinta y un años después de mi última visita. Durante ese largo periodo pasaron muchas cosas. Recordaba una ciudad que parecía gris, pobre —mucha obras de arte ya las tenía antes de 1948, cuando el Partido Comunista se hizo con el poder—; sin embargo, me excitaba introducirme en la enrarecida atmósfera de un país comunista. Aquella impresionante primera vez (fui solo y por tren) ocurrió en 1977.

Mi mole y mis medicamentos

Al llegar al Aeropuerto Václav Havel de grandes espacios, casi sin comercios, sin ornatos, no tanto pobre como feo, creí que había vuelto al triste pasado. Empero, una vez ocurrida la caída del Muro del Berlín y la “revolución de terciopelo” checa (1989) que llevó a la disidencia al gobierno, con el dramaturgo Havel a la cabeza, la imagen de la ciudad es otra. Gran movimiento de sus habitantes y de turistas; servicios de transporte de calidad y con rutas puntuales. Edificios mejor conservados, avenidas iluminadas, anuncios comerciales, tiendas rebosantes de mercancías, ropa a la moda. De México, vi un restaurante, otro de estilo comida rápida y el café de Ruy. La antigua Checoslovaquia era un país industrializado desde el siglo XIX, pero durante el oscurantismo comunista su industria decayó. Ahora se ha recuperado, con sus sobresaltos.

En Amsterdam, no apareció nuestro equipaje, luego nos indicaron que se envió directo al otro vuelo. En el sitio de ingreso a los aviones, nos quitaron un tarro de pasta de mole (podía ser algún explosivo); quisieron hacer lo mismo con mis medicamentos dermatológicos y los proporcionados por el ISSSTE. Tuvo que llegar un amable guardia que con gusto cambió algunas frases en español —con acento peninsular— y aceptó la receta que le mostré. Al final me señaló con el índice y me dijo en voz alta, ¡hasta la vista!, y yo, que casi lo abrazo, le respondí en el mismo entusiasta tono. También hay gentileza en Europa.

En Praga no sabes qué ver o visitar primero. Si la plaza Krizovnické, con la estatua de Carlos IV, la Torre gótica del Puente de la Ciudad Vieja y el Puente de Carlos, célebre puente medieval construido por Carlos IV, el reloj del Ayuntamiento (1410), con sus apóstoles que en esta ocasión no salieron, excepto la muerte, la muerte no falla nunca, el Castillo, “el más grande del mundo”, el río Moldava, sentarte en uno de los cafés de sus riveras, sus museos, perderte en la Staré Mesto (la Ciudad Vieja) y beber un tarro de la mejor cerveza del mundo —mejor que la alemana— o meterte en Tesco, la Comer de Praga, fingir que vas a comprar, pero vas a ver a las mujeres bellas —más que las de Berlín o París—, que es una maravilla de la naturaleza eslava. Ayudaba la época de verano, que las hacía vestir ropa ligera. En el largo invierno el día dura de las 10 a las 16 horas aproximadamente. Se abrigan y se encierran.

Orden y sin caos vehicular

Con Soña, praguense que viaja a Mérida cada año, visitamos lo que fue, hasta el siglo XIX, el barrio de la judería (el ghetto) de fuerte raigambre en esa ciudad: la sinagoga de 700 años, pequeña, misteriosa, medieval, a donde acudió algunas veces Kafka, que no vivía muy lejos de allí.

Me conmoví sobremanera cuando encontré el letrero luminoso, azul: Lucerna, del pequeño cabaret al que me llevó Hanna en 1977 y que yo reubiqué en mi novela Los buscadores de la dicha. Quise buscar los caminos de ésta y de mi otra novela de Praga, Los extraños, escritas en los años ochenta y noventa. Pero ya no sabía si aquellos eran reales o los había inventado para la ficción. Como he escrito, Praga bien vale una o más novelas.

La nueva Praga no me gustó, me arrebató: ordenada, sin caos de vehículos, la gente cruza por las marcas en los extremos de las calles, casi homogénea racial, económicamente, sin violencia social (como la de los enemigos de México), fuera de algunos hooligans que de repente arman escándalos. Emocionante perderse por las calles de la Staré Mesto.

Al regresar de Berlín, nuestro nuevo hotel en Praga resultó mejor que el primero. Mejor ubicado, estación de metro Mústek, centros comerciales, tranvías, la Ciudad Vieja, la escultura cinética de la cabeza de Kafka. Tampoco te regalaba el agua de buró ni tenía “botones” (así no tienes que dar propina). La Plaza de Wenceslao cerca, el río Moldava lo encuentras por la avenida Narodní, donde se levanta el Teatro Nacional, un edificio neorrenacentista impactante, el restaurante Louvre, que fue un centro de reunión de Kafka y sus amigos escritores. Edificios de película a un lado y al otro.

Llegó la reunión en el café de Ruy y Zuzana, en Kamenicka 56, Parque Stromovka, para festejar a Pavel Kral, el patriarca, en sus alegres 91. Las botellas caras de tequila que nos pidieron para la ocasión se rompieron en el vuelo. Pese a descalabros como estos, lo que me queda es la inenarrable sensación que deja Praga, la ciudad del Golem, de Kafka y del gótico Puente de Carlos o Karluv Most (1357), la catedral de San Vito (“resume la historia de la nación checa”), también gótica, en medio del Castillo, en Mala Strana, entre mil maravillas históricas y artísticas y una irreductible nostalgia por todo eso.