Construir un mundo mejor
Guillermo Ordorica R.
Con el advenimiento del recién iniciado año 2017 las personas repiten, una vez más, el ejercicio de las buenas voluntades y de las metas que esperan alcanzar. La aspiración renovadora alcanza todos los ámbitos de la actividad humana. Se trata de una especie de milenario rito, que busca combinar de manera armónica la satisfacción de necesidades materiales y espirituales, en condiciones no siempre alentadoras, donde campean el descrédito de las instituciones políticas y se generaliza la pobreza en las cuatro aristas de la esfera.
No se trata de ser pesimistas, pero el optimismo tiene poco asidero en el mundo de hoy. La falta de oportunidades y la concentración de la riqueza en unas cuantas manos son blasfemias para los desheredados de siempre y propician el surgimiento de la delincuencia internacional organizada y conflictos de la más diversa índole. En este complejo entorno, también persiste el terrorismo, que vulnera los cimientos de la comunidad de naciones y alerta sobre la pertinencia de repensar el mandato de los organismos internacionales y la arquitectura multilateral. Por si fuera poco, el desdibujamiento de las ideologías de la Guerra Fría parece haber sido sustituido por una nueva tensión, que combina lo político con lo dogmático y conduce a la intolerancia y al enfrentamiento religioso.
El paraíso terrenal y las utopías tampoco caben en el globo del siglo XXI, que lamentablemente afronta riesgos asociados al deterioro del medio ambiente. Visto desde esta perspectiva y considerando el catálogo de problemas que tiene ante sí el género humano, por primera vez no es descabellado pensar que el futuro de la humanidad está en las estrellas, más allá de los confines de nuestro querido y cada vez más asfixiado planeta azul.
Para los especialistas en relaciones internacionales la coyuntura es interesante, no solo para elaborar diagnósticos sino, principalmente, para buscar respuestas a problemas que al parecer no tienen salida. El intrincado laberinto de intereses creado por el hombre amenaza seriamente la estabilidad mundial y propicia, como se ha podido confirmar, el surgimiento de líderes que desprecian la globalización y otorgan nuevos bríos al aislacionismo, la intolerancia y la carrera armamentista.
En estas condiciones, hablar de la paz parece una quimera. La erosión del orden jurídico universal y el aprecio de políticas de poder, que gradualmente configuran nuevas zonas de influencia, vulneran la confianza y buena fe que deben regir los contactos entre los gobernantes de todos los países del orbe.

Así, como en un juego de naipes, ganan los que tienen la mejor mano, es decir, los recursos financieros y militares suficientes para imponer su voluntad en las diversas latitudes de la geografía planetaria, sin importar los presupuestos éticos y morales de su conducta.
Y en este juego, lleva las de perder la mayoría que aboga por la justicia económica, el orden jurídico, los derechos humanos, la preservación ecológica, la cooperación para el desarrollo y el desarme, entre otros temas no menos acuciantes.
El horno no está para bollos; en todos lados existen condiciones detonantes de conflicto y guerra. El ejemplo lamentable de Siria es indicativo de la irracionalidad a la que se ha llegado cuando se trata de defender bastiones de poder. Y ni qué decir de las tragedias que acarrea la migración de personas, que se ven forzadas a dejar sus lugares de origen para escapar a la violencia y buscar oportunidades de supervivencia y dignidad en otras latitudes. A este panorama desolador se agregan los signos de un posible reavivamiento de las tensiones en Levante, y la confianza que es necesaria para mantener un orden internacional virtuoso está amenazada por capítulos de espionaje entre las superpotencias.
En el caso concreto del mundo occidental y de manera paradójica, las instituciones tradicionalmente conservadoras hoy son progresistas, y viceversa. Así ocurre con la Iglesia católica que encabeza el Papa Francisco, la cual se ha transformado rápidamente en aliada natural de los pobres y sus causas.
Comprometido con el mercado de los bienes espirituales y en un entorno de descrédito a las religiones y decadencia de la fe, el Papa hace todo lo posible para diluir el caos y recuperar, al menos en lo esencial, los valores ilustrados que son propios del pensamiento liberal.
Como primer pontífice que fue ordenado sacerdote después del Concilio Vaticano II, Jorge Mario Bergoglio está más interesado en favorecer la solidaridad humana y menos en condenar y cultivar el dogma que excluye. Así se explica el nombre que escogió cuando fue electo sucesor de Pedro y también su notable vocación de combate a los males que aquejan a la curia romana, entre otros la corrupción y el poder. Paradójicamente, su condición de jesuita, misionero y renovador, trae a la memoria los tiempos de la creación de la Compañía de Jesús y el respaldo que brindó al Concilio de Trento y la contrarreforma en el siglo XVI.
El papa Francisco tiene claro que la complejidad de las relaciones internacionales demanda un esfuerzo adicional para remontar desencuentros y recuperar la senda de una paz que no se concibe como constante preparación para la guerra, sino como resultado de la atención de las necesidades de quienes carecen de lo esencial. En este empeño, el Papa apuesta a favor de la democracia, no para confrontar a la sociedad secular con la sociedad religiosa, sino para forjar entre ambas vínculos de solidaridad y respeto que les permitan dar nuevo sentido a los postulados del liberalismo y a una narrativa tomista que reconozca en la política el instrumento para la promoción del bien común.
El reto es claro, en las turbias aguas de la posguerra fría el buen curso de la barca global requiere de los grandes líderes particular destreza política, sensatez y generosidad. No es poco lo que está en juego. Las nuevas generaciones, cada vez más volcadas a la satisfacción de sus necesidades materiales, se están alejando de los valores y principios que articulan el tejido social.
De forma perversa, la sociedad del conocimiento está generando condiciones para el surgimiento de dirigentes políticos radicales y miopes, que en beneficio de intereses mezquinos utilizan las tecnologías de la información para responder, de manera instantánea, a retos que deben atenderse con pausa y visión de largo plazo.
Internacionalista



