Cuando se declaran insensateces de tal magnitud como las que acostumbra Donald Trump en su cuenta de Twitter, la respuesta espontánea es simplemente lanzar un insulto al autor. No por este motivo, sino por un análisis objetivo, hay que decir que el presidente de Estados Unidos y el conjunto de sus asesores (los que no han renunciado todavía) exhiben, por lo menos, ignorancia (además de mala fe), al señalar que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. Cualquiera con un poco de conocimiento de la historia económica sabe que en las otras dos grandes crisis estructurales que ha vivido el capitalismo, aparte de la que padecemos desde los años setenta hasta hoy, me refiero a la de los años setenta del siglo XIX y sobre todo a la de los treinta del siglo XX, los gobiernos de los países industrializados intentaron enfrentarla precisamente con una guerra comercial. El resultado fue ahondar la crisis económica, provocar una inflación galopante, agravar la recesión y, finalmente, desembocar, más allá del terreno económico, en la Segunda Guerra Mundial.
Desde luego, la guerra, cuya causa fundamental fue precisamente de orden económico, o sea por la crisis y la estrategia de guerra comercial, tuvo que acompañarse en el terreno ideológico de un discurso nacionalista y racista, que son los mismos postulados que se observan en el caso de Trump y que permiten confirmar que su gobierno, así como la ideología del propio empresario y sus seguidores, puede caracterizarse como un neofascismo.
Aparte de la ignorancia sobre las lecciones de la historia, también el equipo Trump muestra un desconocimiento de la realidad actual, pues frente a la presente crisis estructural, el gran capital respondió con la estrategia contraria a la de los años treinta, y en vez de recurrir al proteccionismo y la guerra comercial, eligió el neoliberalismo y emprendió el proceso de globalización. Como ya han pasado más de treinta años de la aplicación de esa línea política y de ese proceso, hoy los sistemas de producción están desintegrados en distintos países y las inversiones de las empresas estadounidenses se han desplegado por todo el mundo, del mismo modo que las empresas europeas o asiáticas se han establecido en el interior de Estados Unidos. Y no digamos en el terreno del capital financiero que no solo ha viajado a las bolsas de todo el mundo, sino que se muda de país a la velocidad de un clic. En la realidad actual, pues, no puede adoptarse un proteccionismo a la vieja usanza, porque al querer obligar a la repatriación de los capitales, en busca, supuestamente, de los empleos perdidos, se afecta a las propias empresas estadounidenses, y en consecuencia se ponen en peligro las utilidades que finalmente se envían a los propios Estados Unidos. Por lo pronto, los aranceles anunciados al acero y al aluminio no serán benéficos para Estados Unidos, y mucho menos una guerra comercial que muy probablemente redundaría en una inflación acelerada.
Todo lo anterior no quiere decir que coincida con los voceros de diversos gobiernos que pretenden identificar el proteccionismo como el mal y el mayor peligro, y el neoliberalismo como el bien y la salvación de la economía. La realidad es que el neoliberalismo ha fracasado como política para resolver la crisis estructural y también ha significado una caída drástica de los niveles de vida de las clases trabajadoras y un crecimiento sin precedentes de la desigualdad. Lo que se necesita, en resumen, es una transformación radical del orden económico en escala internacional y nacional. Pero de cualquier manera, lo que sí puede concluirse es que ni Trump, ni nadie, puede hacer retroceder el reloj de la historia.