Las relaciones internacionales se transforman. El proceso, resbaladizo y peligroso, teje hilos y hace amarres sorprendentes, no por sus virtudes sino por la perversa sombra que proyecta sobre la política mundial, la cual está más necesitada que nunca de ideas frescas, que restauren la esperanza fundacional que acompañó a los primeros años posteriores a la Guerra Fría; una política mundial que reclama iniciativas transformadoras, capaces de infundir entusiasmo a las nuevas generaciones para que cambien un entorno global maloliente y de grave riesgo para la paz.

Lo sorprendente, el evento que la nota periodística tradicionalmente recoge por su singularidad, ha dejado de llamar la atención porque a diario amanecemos con noticias inesperadas que, por decir lo menos, generan preocupación sobre el presente y grandes dudas acerca de un mejor porvenir. Quienes nacimos después de la Segunda Guerra Mundial damos por hecho que la paz está ahí y llegó para quedarse; es parte de nuestro imaginario colectivo, no obstante la degradación de la vida pública en diversos países y la generalización de la violencia que asola los cuatro puntos cardinales del globo por motivos económicos, ideológicos, políticos, religiosos y otros asociados a la delincuencia internacional organizada. Los pilares del entramado multilateral edificado en San Francisco en 1945 se han debilitado; aquellos de corte institucional, hoy enmohecidos, requieren mantenimiento mayor; a su vez, los consensos que posibilitaron el orden liberal de la Segunda Posguerra se están diluyendo, lo que merma los liderazgos políticos que desde entonces han evitado una nueva conflagración universal.

Actualmente, quienes son realistas se están tornando en pesimistas; los optimistas son más prudentes a la hora de emitir un juicio, y los desentendidos comienzan a involucrarse en asuntos de interés público. Esta psicología social acredita que las tensiones en el interior de los países son cada vez más serias, sobre todo cuando la pobreza crece, las oportunidades de progreso para la gente se desvanecen y los gobiernos se quedan cortos frente a las expectativas ciudadanas; confirma también que hay inquietud, porque los desencuentros entre las naciones alimentan temores sobre un mejor mañana. Los actuales son tiempos para la reflexión, no solo por las carencias que los pueblos afrontan en su vida cotidiana, sino por la insuficiencia de las instituciones multilaterales para atender, con eficacia, los retos de un mundo donde gana terreno el conflicto y lo pierde la cooperación. Así las cosas, paz y desarrollo hacen una mancuerna difícil de mantener, cuyos vasos comunicantes son crecientemente frágiles y, si se rompen, muy alto el costo de su reparación, cuando esta es posible.

Triste pero cierto, las formas edificantes y la vocación pacifista de la culta diplomacia tradicional, a diario ceden terreno a prácticas unilaterales y gestos altaneros y belicosos, que socavan la confianza y buena fe que requiere la política internacional. En este escenario dantesco, es pertinente traer a la memoria el dolor y esfuerzo de generaciones precedentes que, víctimas de la guerra y sus horrores, nos legaron un mundo mejor para cuidarlo y mejorarlo, nunca para dar por hecho que la guerra jamás regresará.

Internacionalista.