No hay duda de que las tres grandes personalidades al podio de la segunda mitad del siglo XX fueron el austriaco Herbert von Karajan, el húngaro Georg Solti y el norteamericano Leonard Bernstein (Laurence, 1918-Nueva York, 1990), tres directores poderosos, emblemáticos y de enorme personalidad. Con una sorprendente actividad musical y una no menos extensa discografía en muy diversos géneros y repertorios, en el caso de Bernstein se suma además una no menos amplia y variada obra como compositor, sin desdeñar su más esporádica praxis como pianista especialmente inspirado con autores para él entrañables como Franz Schubert o su compatriota George Gershwin.
De un estilo que se podría decir lo emparentaba más con el aspecto dionisiaco de la música, en contraste con Karajan quizá más vinculado al apolíneo, Bernstein era un director electrizante, que si es cierto le importaban mucho de igual modo los detalles técnicos, el contenido emocional constituía en su caso el rasgo definitorio para abordar con solvencia a los compositores y las obras de su interés. Un director siempre pulcro con la identidad de la música que respetaba y le inspiraba, era una de esas batutas que igualmente desbordaban pasión elocuente y no mero histrionismo hueco, y en todo su legado sonoro y visual es posible reconocer la efervescente personalidad de un gran músico y un inspirado compositor que hizo escuela y de igual modo época.
De primera línea
Esa invaluable herencia es testimonio de su temperamento, de su claridad y su oficio musicales, de su enorme talento, de lo que dan clara constancia, por ejemplo, los entretelones y la grabación de su memorable musical —tan norteamericano— West side story, con la soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa y el tenor español José Carreras en el mejor momento de sus respectivas carreras. A inicios de la década de los sesenta ya lo habían llevado Jerome Robbins y Robert Wise al séptimo arte, en una versión cinematográfica de época que en su año se hizo acreedora a diez Oscares, con Natalie Wood y Richard Beymer a la cabeza del reparto. Sólo por atrás de Porgy and Bess de su admirado Gershwin, que él mismo afirmó le había servido de modelo, constituye la otra obra más representativa de su género en Estados Unidos, de la mano de un compositor con enormes sentido y olfato para descubrir la esencia identitaria de una cultura, un pueblo y una ciudad que en esta sabia y robusta partitura —pletórica de hermosas frases y arias de inconfundibles reconocimiento y memorización— alcanzó una de sus más altas cotas de inspirada creatividad.
Por la formidable y muy bien documentada biografía de la igualmente premiada Joan Peyser, sabemos que si bien Leonard Bernstein descubrió su vocación musical casi en las puertas de la pubertad, no deja de ser admirable que ese acceso algo tardío a un ámbito tan celoso y exigido se haya recuperado gracias al talento y el esfuerzo de quien ya desde entonces sabía hasta dónde quería y podía llegar. Director de primera línea, él pudo acceder a este sitio privilegiado en un lapso de tiempo mucho más corto y sin las habituales escalas previas en un itinerario que suele ser tan tortuoso como competido, tan complejo como impredecible. Y esa tour de force la pudo acometer en tiempo récord gracias a su talento, a su dedicación y su empeño, pues en su particular medio de desarrollo musical sobresalió por unas facultades más bien poco frecuentes, convirtiéndose en el más destacado de su generación y con recursos suficientes para competir en la grandes ligas.
Autor no sólo del celebérrimo musical Amor sin barreras de 1957 que le dio otra dimensión a este género tan anglosajón, Bernstein escribió además la música para muchas películas y otras no menos valiosas obras líricas como su de igual modo ingeniosa opereta Cándido (a partir de la novela homónima de Voltaire) y su también explosivo musical Un día en Nueva York, ambas partituras de 1944. Admirador del género lírico que como director de igual modo abordó con talento y conocimiento de causa, de su pluma es la ópera en un acto Trouble in Tahiti de 1952, que tres décadas después desembocaría en la más compleja y elaborada A Quiet Place. Pero también se dio tiempo para escribir ballets, música incidental para diferentes puestas en escena, el gran oratorio Mass para la inauguración del Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de Washington en 1971, casi una veintena de obras orquestales como su memorable Serenade (a partir del Banquete de Platón) de 1954, música coral, piezas camerísticas, varios ciclos de canciones y piezas sueltas para piano.

Bernstein, en una imagen de 1971.
Incólume
Director portentoso, su ciclo completo de Gustav Mahler, otro de sus grandes gurús y músicos de cabecera, es ya antológico, entre las grabaciones históricas en torno al gran genio austriaco. Especialmente dotado con lo mejor de los repertorios clásico y romántico, sus versiones de Haydn, Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn y Brahms son de igual modo antológicas; del siglo XX, se le recuerda especialmente lo hecho con la obra de compositores como Shostakovich, su entrañable amigo el inglés Benjamin Britten que lo dirigió al piano y con quien tocó dicho instrumento a cuatro manos, y por supuesto sus compatriotas Gershwin y Aaron Copland. En el género lírico, sus incursiones con la obra de Verdi recibieron merecidos elogios. Titular por varios años de la Orquesta Filarmónica de Nueva York con la que hizo muchas giras y grabaciones memorables, históricos son de igual modo los en su momento transmitidos y también grabados “Conciertos para jóvenes” entre 1958 y 1972, que formaron a muchos otros músicos y melómanos en la Gran Manzana donde decidió vivir y morir. Con múltiples reconocimientos y condecoraciones en vida, Bernstein fue profeta en su tierra (embajador musical por antonomasia de Estados Unidos), con crecientes éxito y fama en todo el mundo, por lo que su estancias y visitas a importantes instituciones musicales y festivales europeos eran frecuentes y prolongadas.
A casi ya treinta años de su más bien prematura partida, la figura y la herencia del gran Leonard Bernstein siguen incólumes, conforme sus muchas grabaciones se siguen reeditando y las nuevas generaciones de músicos y melómanos pueden corroborar su invaluable contribución al universo euterpeano.



 
 