El cincuentenario de la Olimpiada de México 1968 brinda la ocasión para reflexionar sobre el movimiento olímpico y su capacidad para trabajar a favor de la paz. Cada cuatro años, desde 1896, con la excepción de Berlín (1916), Helsinki (1940) y Londres (1944), cuando se suspendieron por la primera y segunda Guerras Mundiales, los Juegos ofrecen una notable oportunidad para que la comunidad de naciones haga a un lado sus problemas y se apropie de los valores más sublimes de la competencia deportiva: Citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte).

A lo largo de su historia, estas justas han coincidido con momentos complejos de la política internacional. Así ocurrió en Berlín (1936), cuando la Alemania nazi los utilizó como herramienta de propaganda y para ganar tiempo a favor de sus infaustos preparativos militares.

Poco más de tres décadas después, la Olimpiada de Munich (1972) fue víctima inocente de los desatinos del conflicto en Levante y de sus expresiones más radicales. En el largo período que va de 1945 a 1989, la Guerra Fría puso a prueba la neutralidad del movimiento olímpico y no doblegó sus principios; entonces las superpotencias, no conformes con las carreras espacial y armamentista, añadieron la del deporte, como medio para reafirmar hegemonías y supremacías ideológicas.

Las olimpiadas generan notable atención en todos los confines del orbe. Con la cobertura que ofrecen los medios de comunicación, son una plataforma idónea para proyectar intereses de la más diversa índole y detonar procesos, de tensión o distensión, en el incierto tablero de la política global. Así ocurrió en 1980, cuando Estados Unidos y otros países decidieron bloquear los Juegos de Moscú, en respuesta a la invasión soviética de Afganistán. En esa ocasión y también a manera de protesta, varias delegaciones desfilaron portando la bandera olímpica y no su estandarte nacional. Más recientemente, en febrero de este año, la llamada “diplomacia olímpica” tuvo una prueba de fuego en los Juegos de Invierno de Peyongchang, donde las dos Coreas participaron bajo un mismo pabellón, lo que ha dado un vuelco inesperado a la tensa situación en la península y abre paso a un inédito proceso de acercamiento y diálogo entre Corea del Norte y Washington.

Paradójicamente, esta diplomacia olímpica deriva de la utilización política de los Juegos por parte de algunos países y no del trabajo del Comité Olímpico Internacional (COI), el cual desperdicia su potencial de convocatoria para sumarse a la construcción de un mundo mejor. Aunque insuficientemente explorado, el COI brinda un espacio de diplomacia paralela a la multilateral, que no debe menospreciarse. Al tener como eje una actividad tan noble como el deporte, abre ventanas de oportunidad para hilvanar acuerdos entre países con intereses divergentes. Por ello, es de esperar que el olimpismo despliegue iniciativas útiles para la mitigación de las nuevas amenazas a la paz mundial, que son numerosas y contrastan con las raquíticas herramientas que hoy existen para contenerlas.

Internacionalista