Fiel al estilo inaugurado cuando desempeñó la jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha hecho de sus conferencias matutinas ante los representantes de los medios de comunicación social su elemento básico de vinculación personal con la sociedad. Hay afán por dominar la agenda pública a partir de esta estrategia, que contrasta con precedentes nacionales y extranjeros basados en la premisa de reservar para determinadas ocasiones la comparecencia directa del jefe de gobierno o del jefe de Estado ante los comunicadores profesionales.
Sin duda todo cuestionamiento público al Ejecutivo federal implica situaciones de ventaja y de riesgo para el mandatario y la administración a su cargo.
Frente a las filtraciones de información que estimaba delicadas para la seguridad nacional, el presidente John F. Kennedy optó por restringir las declaraciones de sus colaboradores y comparecer periódica y personalmente ante los representantes de los medios en conferencias multitemáticas. Buscaba regir el discurso y los razonamientos políticos de la administración en los medios de comunicación. Su siguiente escalón, si la naturaleza del tema lo ameritaba, fue la declaración televisada en cadena nacional desde la Oficina Oval de la Casa Blanca, cuando aspiraba a que su mensaje fuera directo o sin el contexto de las preguntas de los periodistas.
Ventajas a la luz: exponer y consolidar las razones del gobierno al más alto nivel, homologándose en consecuencia el seguimiento de los colaboradores, y dar —sin lugar a duda— el sentido político a la gestión en marcha.
Y riesgos presentes: la pluralidad de temas que requieren no solo información y conocimientos, sino criterios valorativos sobre objetivos y la posibilidad de alcanzarlos; el desgaste de la figura del Ejecutivo por la trivialización de sus exposiciones; la lucha por inducir y marcar los temas de la agenda nacional de los propios medios de comunicación social, y la ubicación inmediata de la responsabilidad no en el gobierno, sino en el mandatario, de toda cuestión abordada en esos ejercicios de diálogo con los profesionales de la información.
Sin demérito de la adaptación de la estrategia de comunicación del presidente López Obrador a las circunstancias del momento político presente y sus antecedentes inmediatos, tampoco puede dejar de vérsele como una versión moderna de la figura del Huey Tlatoani y la identificación de quien gobierna con la persona de “quien habla”, quien tiene la palabra, quien habla por el poder público o, si se quiere, por el Estado. En otras palabras, quien es depositario del poder tiene la palabra; es quien dice y este decide la expresión de la decisión adoptada.
Si bien en las conferencias matutinas del Ejecutivo federal han participado algunos de sus colaboradores, su función ha sido claramente complementaria: precisar un tema, ampliar algún concepto o dar a conocer alguna acción específica. Se acude bajo el manto del Huey Tlatoani, de quien tiene la palabra. No son voceros y, mucho menos, sus voceros. No los requiere. Son quienes abundan por especialidad o competencia temática, con base en la política establecida por el mandatario federal.
En el sistema presidencial mexicano, que fijó la no reelección absoluta del Ejecutivo federal como norma emanada de lecciones históricas, quien habla desde el poder público establece los componentes políticos fundamentales. Es de Perogrullo que el presidente de la república decide y define, y lo comunica conforme la ocasión lo demanda. El imaginario colectivo sobre la figura nos lleva a la conclusión de que en política no importa tanto lo que se dice, sino quién lo dice. Lo que habla el Ejecutivo tiene un significado y una importancia acorde con la naturaleza y facultades a su cargo. Si lo mismo lo dijera otra persona —por más respetable y fundado el contenido— no tiene trascendencia igual o siquiera similar.
El monopolio de la palabra o el Tlatoani de hoy es una expresión adicional de la concentración del poder en el presidente de la república.
Se entiende que la votación a favor de Morena, el Partido del Trabajo y el Partido Encuentro Social del 1 de julio del año pasado tiene su sustento en la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador en la coalición Juntos Haremos Historia. Se entiende que la legitimidad de origen que el resultado electoral confiere al nuevo gobierno está anclada en el atractivo que despertó esa oferta política. Y se entiende que, en el inicio de la gestión administrativa del ahora Ejecutivo federal, sea precisamente en torno a su persona que giren las acciones para la legitimidad de desempeño.
Lo que cabe preguntarnos es si este diseño de comunicación social concentrada en el presidente de la república tendrá —o podrá tener— adecuaciones en el curso del periodo de la administración. Sin más voces no habrá más personalidades con posibilidad de ser ponderadas y evaluadas en la esfera del partido en el gobierno.
Por razones distintas, durante la gestión del expresidente Ernesto Zedillo no se incidió en la construcción y proyección de figuras públicas viables para retomar la estafeta; y durante la gestión del expresidente Enrique Peña Nieto el modelo de comunicación proyectaba desproporcionadamente a quienes iniciaron en las carteras de Gobernación y Hacienda. En ambos casos, los instrumentos de comunicación social de que disponía la administración en turno no contribuyeron a generar impresiones positivas en la opinión pública sobre quienes formaban la reserva natural de desarrollo político futuro.
La realidad actual es diferente, pero no las normas constitucionales del sistema político. Suponiendo sin conceder que sea veraz la declaración del presidente la república sobre sus aspiraciones personales futuras, todo gobierno busca reelegirse a través de que la gestión en marcha sea refrendada en las urnas, sea con el candidato “heredero” o con la propuesta de las ideas de continuación. En un sistema democrático que evolucionó a partir de un modelo de hegemonía partidista, es consustancial el debate público sobre procedimientos y medios para definir abanderados y planteamientos.
El monopolio de la palabra desgasta irremediablemente a quien lo ejerce. Dirá el clásico, ¿y qué tanto es tantito? No lo sé. Cinco años pueden ser mucho o poco tiempo, pero podrá evaluarse el humor público a la luz de la acumulación de conferencias, temas, desempeño y resultados. Sobre todo, de estos últimos. La intención se valora, pero el resultado es lo que cuenta. ¿Será sano colocar todos los huevos en la misma canasta?


